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“¿Por qué estáis turbados?”

Del número de abril de 1950 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando la tormenta se desencadenaba contra él en Gólgota, el Maestro permitió que así fuera, dejando que asumiese las proporciones que los hombres se propusieran. Esto lo hizo para dar prueba de la incapacidad de la materia para perjudicar al ser verdadero en modo alguno.

¡Cuán dulces fueron las palabras de Jesús y cuán paciente su persuasión cuando se halló frente a la duda, la incredulidad y el temor con que sus discípulos saludaron su reaparición! El les había prevenido que en ese día estaría con ellos. Durante tres años ellos habían sido los escogidos testigos de sus progresivas demostraciones del poder del entendimiento, o sea, la comprensión correcta. Sin embargo, cuando reapareció, de acuerdo con su promesa y la profecía bíblica, Lucas nos dice (Lucas, 24:37): “Ellos quedaron aterrados.”

Cegados por el pesar, los discípulos no le reconocieron. “¿Por qué estáis turbados?” les preguntó Jesús, lleno de divina compasión por aquel desconsuelo suyo, presentándose ante ellos en esa forma que tanto ansiaban ver y mostrándoles hasta las manos y los pies lacerados. Con su acostumbrada infinita sabiduría y paciencia, Jesús les guió a que percibieran que la seguridad y el gozo, no el temor y la pena, son la herencia del hombre.

En una ocasión anterior, los discípulos quedaron aterrados cuando el Maestro, después de haber alimentado a los cinco mil, se retiró para orar en la soledad que ofrecían las montañas, y al bajar más tarde los halló luchando contra las embravecidas aguas del mar de Galilea. “Yo soy; no tengáis miedo”, les dijo, mientras se acercaba a ellos, andando sobre las aguas revueltas. Reconociendo únicamente el poder de Dios, Jesús calmó la tempestad para sus discípulos, sin embargo ellos no hicieron nada para calmar aquella otra tempestad que más tarde se desencadenó contra él y contra ellos también. Sumergidos en los sentidos corporales, habiendo perdido de vista las sublimes verdades espirituales que él tan pacientemente les había enseñado, ellos permitieron que la tempestad sacudiera su fe y destruyera sus esperanzas.

Mediante el estudio de “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” por Mary Baker Eddy, conjuntamente con la Biblia, millares de personas han llegado a reconocer la sabiduría espiritual de las Escrituras, adquiriendo de ese modo nuevas esperanzas y liberación del temor y de la aflicción. Una y otra vez esta obra reitera su tema fundamental, a saber, la impotencia de la materia y de las leyes materiales, y la omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia de Dios. Teniendo por delante las páginas abiertas, se hace fácil la aceptación de la verdad de sus claras enseñanzas, tal como les fué fácil a los discípulos, al escuchar a Jesús, aceptar las verdades que él les enseñaba; pero, al igual que ellos, nosotros debiéramos aferrarnos a la verdad revelada, cuando nos vemos enfrentados con la evidencia y los argumentos contrarios que ofrece la materia. Sólo así puede alcanzarse la dicha del vivir que no conoce ni el temor ni la turbación.

Contemplando una tumba sellada, ya sea la de la esperanza, la de algún alto ideal, o la de un afecto humano, jamás nos ayudará a reconocer la verdad que estamos aprendiendo, y que al fin y al cabo es lo único que tienen de real las experiencias humanas. Cegados por la aflicción, los discípulos no fueron capaces de percibir que después de la resurrección su amado Maestro seguía con tanta vida como antes, y que aun cuando los hombres lo declaraban muerto, él estaba demostrando que el poder que Dios le había otorgado era tan suyo después como antes que la evidencia material reclamara que había sido privado de la vida. El dejarse vencer por la desesperación no ayudó en lo más mínimo a los discípulos y ciertamente no fué de ayuda alguna para Jesús.

Paso a paso Jesús les enseñó a reconocer la naturaleza espiritual e invariable del ser, y el amor que proviene de Dios, abriéndoles los ojos a la sabiduría contenida en las enseñanzas de la Biblia. Mientras así lo hacía, según nos dice Lucas en su breve relato de la resurrección, Jesús se alejó con ellos de Jerusalem. La primera parte de la definición de “Jerusalem”, según aparece en la página 589 de Ciencia y Salud, dice: “La creencia mortal y los conocimientos obtenidos mediante los cinco sentidos corporales.” De manera que puede decirse que al apartarlos de Jerusalem los guiaba de la esclavitud de los temores y las teorías de la creencia mortal a la comprensión libertadora del significado espiritual de la Biblia. Les recordó las profecías acerca de la resurrección, de la cual la persecución sería la precursora y no la frustradora.

En aquel viaje por el camino de Jerusalem a Betania, tan conocido para Jesús, sus seguidores fueron partícipes de su comprensión, de su sublime concepto del ser verdadero y de la unidad de Dios y el hombre. No hay esfuerzo humano que hubiera podido elevarles a tales alturas, ni proporcionarles tal consuelo, tal sensación de seguridad. En la última parte de la deficinión de “Jerusalem”, Mrs. Eddy lo titula: “Hogar, cielo.” Y ella define al “cielo” así (ib., 587): “La armonía; el reino del Espíritu; gobierno por el Principio divino; espiritualidad; felicidad; la atmósfera del Alma.” Fué a este Jerusalem al cual tornaron los discípulos para conmemorar, mediante sus vidas consagradas, las gloriosas obras de su amado Maestro.

Cuánta paz y serenidad brillan a través de los días que se sucedieron entre la resurrección y la ascensión. Aquel cuya sublime comprensión del poder divino que mora eternamente con los hombres había quitado la piedra de toda creencia aprisionante para todos los tiempos, reanudó su ministerio de amor justamente donde la persecución y el odio habían atentado ponerle fin. Con sublime humildad y dominio divino, el Maestro aparecía donde quería, modestamente y sin temor, sin sentir la oposición o intervención de aquellos que, intentando matarle, sólo le habían dado la oportunidad de probar que la Vida es independiente de la materia o las leyes materiales. No tenemos constancia de que él haya jamás pronunciado palabras de exaltación propia, de conmiseración propia o de recriminación.

Jesús predicó la resurrección, no la crucifixión. Todos los argumentos de la persecución, la crucifixión y la muerte habían fracasado en su intento de obscurecer su consciencia del ser verdadero. Ni el látigo, ni los clavos ni las heridas, habían afectado su individualidad verdadera. Las heridas que llevaba en las manos y los pies y que les mostró a los discípulos no habían afectado su uso en lo más mínimo. ¡Qué gozo tan inmenso deben haber sentido en aquel simple gesto suyo de tomar ese trozo de pescado y panal de miel y comerlos delante de ellos! ¡Que felicidad tan grande debe haberles embargado cuando le dijo al incrédulo Tomás que metiera su mano en la herida de la lanza, tan recientemente infligida, y con la cual los hombres pensaron poner fin a su vida! Al hacerlo, Tomás exclamó: “¡Señor mío, y Dios mío!” No solamente había hallado al Maestro, sino que se le había renovado su fe en las enseñanzas del Maestro, vislumbrando el hecho divino del ser verdadero, la unión del hombre con Dios.

Durante su ministerio, el pesar, el cansancio y aun el enojo aquejaron a Jesús. Además tuvo que hacer frente al pecado y la enfermedad. La última curación que llevó a cabo, estando en la cruz, fué la del pecado; la primera, después de la resurrección, la del pesar, que tan a menudo es precursora de la enfermedad. La puerta que el temor a la persecución había cerrado, no presentaba barrera alguna para aquel que había probado la fatuidad tanto de la persecución como del temor; los cien kilómetros que separaban a Jerusalem del mar de Galilea no existían para aquel cuya consciente comprensión de lo infinito no aceptaba el concepto de la separación.

Con abnegada y tierna solicitud por el prójimo, Jesús demostró el Amor divino, que, como él sabía, es la necesidad primordial del hombre. No siempre lo expresaba con palabras, sino que con sabiduría divina — tal como al presentar sus manos y pies lacerados — dió las pruebas que satisfacen el sentido humano, y de ahí les guiaba a una percepción más elevada. Cuando en aquella clara mañana en Galilea los hambrientos pescadores se acercaron a la playa, hallaron un fuego y el desayuno ya preparado. Habiendo comido, se sintieron satisfechos, pero Jesús no se contentó con esto. Culminó aquel refrigerio matutino con la verdad vital de que sólo el amor confiere eterna satisfacción y es el único alimento verdadero. “¿Me amas?” preguntó a Pedro, quien hizo vehementes protestas de amor por el Maestro. En respuesta a sus protestas, Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas.”

Jesús ordenaba a Pedro a que alimentara a los corazones hambrientos de verdad con aquel amor que procede de Dios, que no se limita a ninguna persona sino que es imparcial y universal. Consciente de lo imperecedera que es una idea, y de su eterno lugar en la Mente, a menudo el Maestro profería una idea, dejando que ella se desenvolviera sola. Cuando después de la ascensión Jesús se vió nuevamente separado de sus discípulos, tenemos pruebas de que Pedro había despertado al concepto verdadero del amor. Con fe asentada, abandonados el pesar y el temor, y con corazones alimentados con la sabiduría y el amor verdadero, ninguna sensación de pesar, ningún lamento ensombreció aquella ocasión. La inalienable unidad del Amor y su idea había sido percibida, y aquellos que se vieron sumergidos en una profunda tristeza volvieron a Jerusalem “con gran gozo”. Aquellos que dudaron, “estaban de continuo en el Templo, alabando y bendiciendo” a ese Dios de quien habían dudado. Sus obras posteriores pusieron el sello a la visión que habían obtenido.

Cuando el Cristo resucitado aparece a la consciencia humana, vuelve a repetirse la pregunta: “¿Por qué estáis turbados?” La respuesta se halla en la comprensión de la resurrección y la ascensión, la que revela que el conocimiento de Dios y el concepto verdadero del Amor desplazan a todo argumento penoso o angustioso, y suplen la sabiduría que procede de Dios. En Miscellaneous Writings, hallamos estas líneas (págs. 276, 277): “En las horas tenebrosas, los Científicos Cristianos prudentes se mantienen más firmes que nunca en su lealtad a Dios. La sabiduría está desposada con su amor, y sus corazones no se turban.”

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