Cuando la tormenta se desencadenaba contra él en Gólgota, el Maestro permitió que así fuera, dejando que asumiese las proporciones que los hombres se propusieran. Esto lo hizo para dar prueba de la incapacidad de la materia para perjudicar al ser verdadero en modo alguno.
¡Cuán dulces fueron las palabras de Jesús y cuán paciente su persuasión cuando se halló frente a la duda, la incredulidad y el temor con que sus discípulos saludaron su reaparición! El les había prevenido que en ese día estaría con ellos. Durante tres años ellos habían sido los escogidos testigos de sus progresivas demostraciones del poder del entendimiento, o sea, la comprensión correcta. Sin embargo, cuando reapareció, de acuerdo con su promesa y la profecía bíblica, Lucas nos dice (Lucas, 24:37): “Ellos quedaron aterrados.”
Cegados por el pesar, los discípulos no le reconocieron. “¿Por qué estáis turbados?” les preguntó Jesús, lleno de divina compasión por aquel desconsuelo suyo, presentándose ante ellos en esa forma que tanto ansiaban ver y mostrándoles hasta las manos y los pies lacerados. Con su acostumbrada infinita sabiduría y paciencia, Jesús les guió a que percibieran que la seguridad y el gozo, no el temor y la pena, son la herencia del hombre.
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