La parábola del Maestro acerca del buen samaritano, relatada en el capítulo décimo del Evangelio según San Lucas, enseña lecciones provechosas. Normalmente, pensamos que el buen samaritano se ocupó bondadosamente de las necesidades de su prójimo al que encontró en una experiencia tan infortunada en el camino de Jerusalén a Jericó. Pero puede haber circunstancias en nuestra experiencia humana cuando en primer lugar debemos tener buen cuidado de nosostros mismos. “Sé un buen samaritano para contigo mismo” acaso sea el mensaje que precisamos.
¿Por qué es importante que seamos buenos samaritanos para con nosotros mismos? Porque Jesús nos advirtió que debíamos amar al prójimo como a nosotros mismos. ¿Hay acaso un prójimo más cercano a nosotros que este concepto humano del yo? ¿Y no descuidamos, a veces, el vendar nuestras propias heridas? Tenemos que vigilar cuidadosamente para que no se nos prive de nuestra inspiración al descuidarnos en el empeño por satisfacer los muchos trabajos y responsabilidades que encontramos en nuestro camino. Si a veces parece que nos sentimos agobiados por una sensación de responsabilidad personal demasiado intensa, mesmerizados por algún mal de la creencia mortal, podemos recuperar nuestra inspiración orando primero por nosotros mismos, afirmando con diligencia la verdad del hombre verdadero y espiritual como hijo de Dios, y comprendiendo la presencia del Amor divino que ampara y sana.
Podemos declarar que el único ser verdadero del hombre es la propia imagen de Dios, la expresión individual del Espíritu eterno, la Mente, espiritual y perfecto, superior a todas y cada una de las formas de la pecaminosa creencia material. Podemos saber que la pretensión del error de que el hombre es un mortal pecador, víctima del temor o del fracaso, es, a la vista de Dios, no una pretensión, sino la nada, la sugestión embustera de la llamada mente mortal, infinitamente separada del hombre.
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