De todas las pruebas por las que pasó la fe de Abraham a lo largo de muchos años, ninguna fue más reveladora que la que se relata en el capítulo veintidós del Génesis. El vehemente deseo de tener un heredero mediante su esposa Sara había sido cumplido ahora, y se le había asegurado de que sus descendientes, a través de Isaac, serían innumerables; pero antes que el muchacho tuviera la edad suficiente para tener sus propios hijos, le vino el pensamiento a Abraham que él mismo tenía que sacrificar este único y tiernamente amado hijo.
Para la imperfecta comprensión del patriarca, esto vino como un mandato directo de Dios. Extraño, y ahora casi increíble, como puede parecer que son los papeles desempeñados tanto por Abraham como por su Dios en el vivido drama como lo relata la Biblia, un estudio cuidadoso de su contexto y del modo de pensar y de las costumbres de los contemporáneos de Abraham, arroja un poco de luz sobre la horrible ordalía encarada tan valerosamente por el padre y por el hijo.
Entre otras cosas, es importante comprender que en Génesis 22:1, según la Versión King James, la frase hebrea traducida “Tentó Dios a Abraham” no se refiere a tentación en el sentido moderno de incitar al mal, porque el verbo tiene el significado fundamental de “probar, intentar, demostrar, ensayar” — muy similar al de probar o ensayar metales preciosos para descubrir su pureza básica y valor consiguiente. Por otra parte, ¿no podría ser que tal prueba indicara un reconocimiento implícito de la habilidad del patriarca para soportar incluso una prueba tan severa como ésta?
Además, en la época primitiva en que Abraham vivió, casi dos mil años antes del advenimiento del cristianismo, el sacrificio de seres humanos era considerado comúnmente como el signo más elevado de ofrenda que podía proveerse; mas no estaba restringido a los ritos puramente paganos, pues mucho tiempo después de la época del patriarca, tal forma de sacrificio se practicaba en ciertas ocasiones, como en el caso de la hija de Jefté (ver Jueces 11:30–35, 39), aun cuando fue generalmente denunciado (ver 2 Reyes 16:3; 23:10).
El hecho de que Abraham hubiera considerado que su Dios le estaba exigiendo que él personalmente sacrificara a su heredero en señal de su devoción a la Deidad no debe, por cierto, considerarse censurable bajo las circunstancias. ¿No fue acaso su actitud comparable en cierto respecto a aquélla de Cristo Jesús, cuando en el Jardín de Getsemaní fue enfrentado por el sufrimiento y la proximidad de su crucifixión y no obstante declaró: “No lo que yo quiero, sino lo que tú”? (Marcos 14:36.)
Pocas escenas en toda la literatura son tan gráficas y conmovedoras como ésa en la que Abraham y su hijo viajaron juntos por unos tres días hacia un destino desconocido para el muchacho, que no comprendía de ningún modo que él mismo podría ser la víctima en el inminente sacrificio. En estas circunstancias la confianza de Isaac en su padre era comparable solamente a la confianza de su padre en Dios.
En el momento final, cuando todo estaba listo para el sacrificio, la obediencia y complacencia de ambos, padre e hijo, fueron recompensadas con las palabras atribuidas al “ángel de Jehová” (Génesis 22:12), “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque yo conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único”. De esta manera, como un comentador en “The Interpreter's Bible” lo expresa tan bien “la historia que empezó con amenazadora tragedia termina en una unión perfecta entre el corazón de Dios y el corazón del hombre”.
