De todas las pruebas por las que pasó la fe de Abraham a lo largo de muchos años, ninguna fue más reveladora que la que se relata en el capítulo veintidós del Génesis. El vehemente deseo de tener un heredero mediante su esposa Sara había sido cumplido ahora, y se le había asegurado de que sus descendientes, a través de Isaac, serían innumerables; pero antes que el muchacho tuviera la edad suficiente para tener sus propios hijos, le vino el pensamiento a Abraham que él mismo tenía que sacrificar este único y tiernamente amado hijo.
Para la imperfecta comprensión del patriarca, esto vino como un mandato directo de Dios. Extraño, y ahora casi increíble, como puede parecer que son los papeles desempeñados tanto por Abraham como por su Dios en el vivido drama como lo relata la Biblia, un estudio cuidadoso de su contexto y del modo de pensar y de las costumbres de los contemporáneos de Abraham, arroja un poco de luz sobre la horrible ordalía encarada tan valerosamente por el padre y por el hijo.
Entre otras cosas, es importante comprender que en Génesis 22:1, según la Versión King James, la frase hebrea traducida “Tentó Dios a Abraham” no se refiere a tentación en el sentido moderno de incitar al mal, porque el verbo tiene el significado fundamental de “probar, intentar, demostrar, ensayar” — muy similar al de probar o ensayar metales preciosos para descubrir su pureza básica y valor consiguiente. Por otra parte, ¿no podría ser que tal prueba indicara un reconocimiento implícito de la habilidad del patriarca para soportar incluso una prueba tan severa como ésta?
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