En el quinto capítulo del Evangelio según San Juan, su autor relata cómo sanó Cristo Jesús al hombre en el estanque de Betesda, quien había estado enfermo durante treinta y ocho años. Un día, mientras leía este relato de curación, me llamó la atención, en especial, la pregunta del Maestro: “¿Quieres ser sano?” Juan 5:6; Esta pregunta me parecía más bien superflua, tal vez hasta poco amable.
Sin embargo, en ese momento advertí que si uno examina y también considera la respuesta del enfermo: “No tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo”, podemos percibir en el diálogo una descripción de lo que algunas veces ocurre en nuestro propio pensamiento. En la respuesta del enfermo, pueden verse argumentos erróneos que surgen en nuestro propio pensamiento. Son astutos y pretenden dominarnos por tanto tiempo y tan cruelmente como lo hicieron con el enfermo.
¿Nos hemos dado cuenta alguna vez de cuánta autocompasión hay en nuestro pensamiento cuando nos sentimos enfermos y nos es difícil, fatigoso y atormentador pensar espiritualmente con claridad? En esos momentos nos consideramos dignos de compasión y sólo tenemos el deseo de darnos por vencidos. Esta condición misma es el veneno que usa el error para paralizar nuestro pensamiento y nuestra volición. Estando en acuerdo con su incitación, nos asemejamos a algunas de las vírgenes de que habla la parábola de Jesús (ver Mateo 25:1–13), estamos propensos a olvidarnos de proveer aceite para nuestra luz, nuestra divinamente otorgada consciencia de Verdad. Sin embargo, podemos saber que nuestra autocompasión, no es sino una mentira, que no se origina en Dios, la Mente divina, mentira que no puede hacer resistencia a nuestro esfuerzo serio y científico por echarla fuera.
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