¡Qué gran recompensa llegaron a tener
esa sabia profetisa de la tribu de Aser, viuda y sin hogar,
y muchos centinelas también en Jerusalén,
cuando en la tierra asomó el amanecer de la primera Navidad!
El heraldo Gabriel a ellos no vino,
mas sus oraciones brillaron en su camino.
¡Qué gran recompensa María recibió
cuando en respuesta a su lamento: “Se han llevado a mi Señor”,
la voz de Jesús, llamando su nombre, escuchó!
Ella fue quien, centinela en el Calvario,
en la mañana de Resurrección a dar las buenas nuevas salió
diciendo con alegría que eternamente igual su Maestro vivía.
Y aquella otra María cuya vela pacientemente ardió
hasta que a través de la niebla del sufrimiento percibió
la impersonal, omnipresente Verdad divinal,
y para que todos los hombres por igual compartirla pudieran,
expuso claramente que las leyes del Espíritu cielo y tierra gobiernan,
demostrándolo precepto sobre precepto, línea sobre línea.
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