Cuando era pequeña, me gustaban mucho las joyas hechas por los indios Navajos — joyería de plata con turquesas. En aquel entonces tenía una pulsera india que mi padre me había regalado. Tenía una turquesa en el centro, con pequeñas cuentas de plata alrededor. ¡Cómo me gustaba esta pulsera! ¡Me parecía más brillante y hermosa cada vez que me la ponía! Lo que hacía todos los días. También me gustaban los anillos de los indios Navajos, especialmente con el águila india y una turquesa en el centro.
Un día, al final de la hora de almuerzo, mientras corría hacia el colegio, pues estaba un poco atrasada, vi sobre el césped cerca de los peldaños de entrada algo inesperado — un anillo con el águila india. Inmediatamente lo recogí, y lo puse en mi bolsillo, y seguí mi camino para ir a mi clase. Tenía que decidir qué haría con él. Toda esa tarde me fue muy difícil prestar atención en clase, pues sólo pensaba en el anillo.
Imagínense, encontré un anillo con el águila india — ¡Un anillo como el que tanto había deseado! Me dije una y otra vez: “El que halla se adueña”. (La última parte de este dicho es, “y el que pierde llora”, pero no quise pensar en ello). De vez en cuando tocaba mi bolsillo para estar segura de que todavía lo tenía.
De regreso a casa me puse el anillo. Me ajustaba perfectamente. Cuando llegué a casa se lo mostré a mis familiares, diciéndoles que lo había encontrado y que nadie lo había reclamado, por lo tanto, ahora era mío. Mi hermano dijo que una chica de su clase tenía uno parecido, y pensaba que tal vez podía ser de ella. Pero yo no quería pensar en esto.
Esa noche cuando me acosté no podía dormir. Por algo no podía disfrutar del anillo que antes pensaba que me haría tan feliz. El mandamiento “No hurtarás” Éx. 20:15; aparecía en mi mente continuamente. Traté varias veces de convencerme de que encontrar algo no era hurtarlo, pero cuando pensaba que alguien podía estar llorando en ese mismo instante por la pérdida del anillo, sabía que no debía quedarme con él, ya que esto no era correcto.
Y de repente lo que había aprendido en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, en la tarea de la semana anterior, vino a mi pensamiento. Era parte de la definición que nos da la Sra. Eddy sobre “hijos”: “Los pensamientos espirituales y representantes de la Vida, la Verdad y el Amor”.Ciencia y Salud, pág. 582. Vino de una manera tan tierna a mi pensamiento que me sentí enteramente bien, y dije en voz alta, “¡Yo soy la hija de Dios!”, y lo dije con tanta firmeza que me convencí — realmente me convencí — de que yo no podía hacer nada que no fuera lo correcto y amable. Sin duda fue una curación, pues al instante supe lo que debía hacer. Y dormí tranquilamente.
A la mañana siguiente, no bien llegué al colegio llevé el anillo a la oficina en donde estaba la caja de “Pérdidas y Hallazgos”, y en la oficina estaba la muchacha que había perdido el anillo preguntando si alguien lo había devuelto. ¡Qué contenta estaba al saber que alguien había encontrado su anillo!
Aprendí una lección muy importante la noche anterior — una lección que nunca he olvidado. Aprendí que nada bueno puede lograrse al privar de algo a alguna persona. Y nunca me hizo falta ese anillo.
