Cuando Moisés promulgó los Diez Mandamientos, se encontraba en el pináculo de su triunfo. A pesar de lo vitalmente importante que fue esta etapa de su carrera, su continua tarea fue la de dirigir a sus vacilantes seguidores hacia la Tierra Prometida.
Como sus responsabilidades habían aumentado, el Señor le permitió seleccionar setenta hombres de entre “los ancianos del pueblo.. .” para delegar en ellos parte de su responsabilidad (ver Números 11:24, 25); pero, aún con este respaldo adicional, fue acosado por las dudas y consultas del pueblo.
Al considerar los postreros años de Moisés, es importante distinguir ciertos aspectos de la organización que él estableció. Estrechamente relacionada con la promulgación de la ley estuvo la preparación del arca, un cofre sagrado en el que se preservaban las tablas de la ley y que era guardado en el tabernáculo, o tienda, un santuario portátil (ver Éxodo 25:8, 9), utilizado principalmente durante la jornada por el desierto y descrito especialmente en los capítulos finales del libro del Éxodo.
Para los hebreos, el tabernáculo, y su parte más sagrada, el arca, eran algo más que meros símbolos de Dios; ellos los veían como señales de Su verdadera presencia y poder. Estrechamente asociado con el arca y el tabernáculo estaba el concepto del Shekinah (derivado del hebreo shakan — morar), la morada de la Deidad. El Shekinah — o Lugar Santísimo — bien podría ser descrito como el resplandor o gloria de la eterna presencia divina, guiando y guardando a los hebreos en sus jornadas (ver Números 9:15–23; 10:33–36).
El libro de Números (capítulo 13) relata que Moisés por mandato de Dios, envió a doce representantes, uno por cada tribu de Israel, a examinar la tierra de Canaán. A los cuarenta días regresaron con la noticia de que aquella tierra producía fruta en abundancia, además de “leche y miel”.
La meta de la larga y ardua jornada de la esclavitud a la libertad parecía que ya podía alcanzarse fácilmente. Caleb y Josué gozosamente afirmaron que las fuerzas israelitas podrían rápidamente conquistar las numerosas tribus de Canaán y dominar sus ciudades. “Subamos luego, y tomemos posesión de ella”, gritó Caleb, “porque más podremos nosotros que ellos”.
Sin embargo, los diez espías restantes contrarrestaron la positiva apreciación de Caleb y Josué con argumentos de temor, duda, demora y una indebida desestimación de sí mismos. Se consideraron no más grandes que langostas, incapaces de hacer frente a los problemas de Canaán. La gigantesca estatura de sus oponentes y la reputada invulnerabilidad de sus ciudades fortificadas, todo contribuyó al cuadro desalentador presentado por la mayoría de los espías. Esta información fue rápidamente aceptada por la gente, quienes murmurando contra Moisés y sus partidarios, procedieron a planear una ignominiosa retirada a Egipto.
Esta abierta rebelión trajo sobre todos ellos el severo castigo de que los meros cuarenta días que pasaron los espías reconociendo y observando la tierra, serían ahora seguidos de cuarenta años de un vagar a la ventura hasta que todos los hebreos adultos de esa generación fallecieran, excepto Caleb y Josué.
Durante este prolongado período de prueba, Moisés, aún fiel a su pueblo y, por encima de todo, a su Dios, reanimaba repetidamente a los israelitas en su lento y tortuoso progreso, hasta que al fin alcanzaron, junto con él, las fronteras de la Tierra Prometida.
Mientras que a él mismo no le fue permitido entrar a ella (ver Números 20:12), había cumplido sin temor la tarea que se le había encomendado. La mansedumbre por la que fue ensalzado (ver Números 12:3) no incluía timidez sino que puede más bien ser clasificada como humildad desinteresada. Conocido mejor como un caudillo y legislador sin igual, también fue recordado como un profeta (ver Deuteronomio 18:15; Oseas 12:13), a la vez que compartió con Abraham el alto honor de ser llamado amigo de Dios (ver Isaías 41:8; Éxodo 33:11).
