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Amándonos más a nosotros mismos

Del número de septiembre de 1976 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La ciencia médica está reconociendo cada vez más el efecto destructor del odio sobre el cuerpo material. Muchas enfermedades físicas, lo mismo que desviaciones mentales, están ahora siendo atribuidas a esta causa virulenta. La Ciencia Cristiana señala que los efectos nocivos del odio, tanto en el que odia como en el que es odiado, pueden ser contrarrestados reemplazando el odio con la expresión de la Verdad y el Amor divinos.

En Miscellaneous Writings (Escritos Misceláneos) la Sra. Eddy hace esta notable declaración: “No odiéis a nadie; pues el odio es un foco de infección que propaga su virus y acaba por matar”.Mis., pág. 12; El odio puede matar muchas cosas en nosotros, entre ellas, la dignidad, la justicia, la compasión, la esperanza, como también la inspiración, la alegría y el progreso. La pérdida de cualesquiera de ellos disminuye en gran manera nuestra paz mental.

¿Ha pensado usted alguna vez cuánto odio podría ser eliminado del mundo si la gente se amara más a sí misma?

Cada uno de nosotros es un amado hijo de Dios, y en nuestra verdadera identidad espiritual somos puros y perfectos. En realidad, ninguna mancha de imperfección puede tocarnos, porque somos creados a la imagen y semejanza de Dios, la Mente, que no conoce nada fuera de Su propia perfección. Pero muchas personas ven abundar el mal a su alrededor y en sí mismas, y como resultado, se sienten acosadas por un sentido de culpa, condenación propia y odio hacia sí mismas.

Odiarse a sí mismo es, virtualmente, un reproche a Dios. Se basa en la creencia de que Él pudo crear algo imperfecto. Odiarse a sí mismo es negar que Dios es todo y aceptar que hay un poder aparte de Él.

Odiar nuestro empleo, odiar las tareas de poca importancia que a veces tenemos que hacer, odiar las situaciones en las que nos encontramos, es tanto odio como animosidad personal. Cualquiera que sea la forma que asuma el odio, es en detrimento del bienestar y del progreso espiritual. Una buena manera de aprender a amarnos a nosotros mismos es empezar por amar toda nuestra experiencia en lugar de rebelarnos furiosamente contra algunos aspectos de ella — sí, deberíamos estar hasta agradecidos por el dolor y la aflicción si ellos nos forzan a recurrir a Dios más cabalmente.

Limpiar el piso de alguien, hornearle un pastel o comprarle un regalo, aunque puede que haga al benefactor sentirse bien por algún tiempo, es apenas suficiente para darnos satisfacción duradera. Tal forma de dar, si bien es generosa y recomendable, por lo general no nos cuesta ningún esfuerzo espiritual. Pero el dominar un sentido material del “yo” — por ejemplo, desprenderse de una actitud voluntariosa o vencer el mal genio, o el resentimiento hacia los demás — esto es lo que más nos ayuda a amarnos a nosotros mismos, porque exige energía espiritual y autodisciplina.

Podemos amarnos más cuando, en lo profundo de nuestro ser, estamos convencidos de que hemos hecho lo mejor que hemos podido, aun cuando lo “mejor” no siempre parezca ser tan avanzado como nos gustaría que fuese. Y más que nada, podemos amarnos mejor cuando verdaderamente hemos visto el rostro de alguien que está errado “como si [hubiéramos] visto el rostro de Dios” Gén. 33:10; — cuando hemos vislumbrado su ser real, sin tacha, como la imagen de Dios, ayudándolo así a amarse a sí mismo.

No es humildad el no amarnos a nosotros mismos, tampoco es egotismo el hacerlo — siempre que este amor esté basado en el entendimiento de nuestra unidad con Dios, y en que nos amemos por lo que realmente somos más bien que por lo que hacemos como humanos.

¿No puede el desprecio de sí mismo a menudo ser atribuible a la falta de esfuerzo por enmendarnos? Una vez que conocemos nuestros defectos humanos, el condenarnos por ellos no nos ayudará. La Biblia dice: “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios”. 1 Juan 3:21; Si nos odiamos a nosotros mismos, podemos dejar de hacerlo al realizar un esfuerzo constante por reclamar y poner en práctica las cualidades divinas que nos pertenecen como hijos de Dios — sabiduría, alegría, inteligencia, perseverancia, seguridad, integridad y demás.

Sin embargo, alguien puede, con las mejores intenciones del mundo, disponerse a corregir sus errores humanos para sentirse más satisfecho consigo mismo, pero quizás encuentre que sus esfuerzos fracasan con demasiada frecuencia. ¿Por qué? Quizás esté creyendo en condiciones hereditarias, en una tendencia heredada a ser obstinado, temperamental, violento o perezoso. O puede que piense que los errores están demasiado arraigados y que son tan crónicos que no puede hacer nada para liberarse de ellos. Y así continúa soportándolos — y odiándose por hacerlo.

Tenemos que vigilar nuestros esfuerzos por corregirnos a fin de asegurarnos de que estos esfuerzos no se originan en la voluntad humana desenfrenada, porque esto invitaría al fracaso desde el principio. Logramos nuestra liberación mediante el entendimiento de nuestra perfección como hijos de Dios, no mediante una batalla con los errores considerándolos reales, porque tal procedimiento puede hacer que la discordancia parezca adquirir proporciones aún mayores. Saber que no son verdaderos y que nunca lo fueron acerca de los hijos de Dios —ésta es la posición desde la cual debemos partir.

Jesús realizó sus obras maravillosas viendo la irrealidad del mal — la irrealidad de la carencia, del pecado, la enfermedad, la muerte. Dijo que no hay verdad en el diablo. Ver Juan 8:44; Su método para curar consistía, según enseña la Ciencia Cristiana, en negarse a ver a nadie como limitado, defectuoso o que expresa odio, pese al cuadro que presentaban los sentidos físicos, y en reconocer la perfección verdadera y espiritual del hombre.

Después de restaurar compasivamente la oreja de un siervo del sumo sacerdote a quien Pedro, en su indignación, había herido, Cristo Jesús reprendió al discípulo: “Vuelve tu espada ... porque todos los que tomen espada, a espada perecerán”, dijo. Luego indicó su confianza absoluta en el poder del amor de Dios, agregando: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?” Mateo 26:52, 53; Jesús no solamente amó a los demás; con seguridad que se debió amar a sí mismo como Hijo de Dios. Si no hubiese sido así, nunca podría haber sido el Mostrador del camino.

El Salmista dijo del hombre: “Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies”. Salmo 8:5, 6. Esto se refiere a todos nosotros.

Reconocer nuestra individualidad espiritual y perfecta es amarnos a nosotros mismos, y el amarnos a nosotros mismos significa disfrutar del cielo, la armonía.

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