La Biblia que yo asocio con mi niñez era un volumen hermoso e ilustrado, que parecía más importante por estar en una caja de terciopelo con rosas bordadas y una cerradura de plata. Se necesitaba una llave para abrirla y, salvo en raras ocasiones, permaneció cerrada, simbólicamente, por muchos años.
Estaba encima de una mesa redonda en el centro de la sala y se la reverenciaba de tal manera que una vez mi madre me dijo: “¡Pensar que puedas decir, o siquiera pensar, tales cosas en el mismo cuarto donde está la Biblia! Tú o la Biblia deberían salir del cuarto”. No había nada que nos avergonzara más que esto.
Definitivamente la Biblia era una presencia moral. Cuando necesitábamos disciplina, nuestros padres nos llevaban a la sala y nos hablaban, teniendo la Biblia entre ellos y nosotros. Nos decían que se necesitaba arrepentimiento antes de que viniera el perdón y que sufriríamos castigo de Dios si no éramos honestos, porque Él podía ver el corazón.
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