Todos amamos la iglesia, de lo contrario no seríamos miembros de la iglesia. Sin embargo, muchos de nosotros tenemos esos momentos (¿y creería usted que a veces se extienden por días y semanas?) en que nuestro amor por la iglesia parece flaquear, quizás vacilar un poco y hasta derrumbarse. Prescindiendo de las circunstancias que hayan ocasionado el que esta sensación salga a la superficie, es entonces cuando a menudo encuentro útil hacerme una simple pregunta: ¿Qué clase de miembro de la iglesia soy?
¿Soy esa clase de miembro que se sienta en sus laureles ante el progreso y las glorias y luego huye para no enfrentar los problemas que no han sido resueltos? ¿Soy esa clase de miembro lleno de entusiasmo y satisfecho — como nadie — cuando todo marcha bien, pero que de alguna manera pierde su chispa e inspiración cuando algún acontecimiento, circunstancia o personas lo molestan? ¿He estado tan ocupado humanamente en los asuntos de la iglesia que no he dedicado tiempo a apoyarla por medio de la oración y el trabajo metafísico, como debería hacerlo siempre primordial y principalmente? ¿Por qué, por ejemplo, no puedo ser como Ananías, un miembro de la iglesia más dedicado y devoto? Bueno, usted sabe, Ananías fue quien ayudó a Saulo a emprender su trabajo en la iglesia.
Ananías fue un discípulo en Damasco, un “varón piadoso según la ley”. Ver Hechos 9:10–17, 22:12; Por lo tanto, debe de haber recibido tanto el espíritu como la letra y, en consecuencia, estaba preparado cuando fue llamado a trabajar en su iglesia. Dijo simplemente: “Heme aquí, Señor”. Nada indica que haya dicho: “¿Por qué me escoges a mí que he trabajado tanto este año para la iglesia?” O, “¿qué pasa con Cornelio? ¿Por qué no lo hace él?” Dijo simplemente: “Heme aquí, Señor”.
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