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La curación cristiana no es un misterio sino una maravilla

Del número de septiembre de 1976 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¿Es la curación cristiana un poder misterioso o una cura milagrosa? Ninguno de los dos, sino una maravilla, una maravilla cristiana de los tiempos antiguos y de los modernos.

Las narrativas de los Evangelios indican que no había nada de misterioso acerca de la curación por medios espirituales. Jesús les restauró la salud, la paz, y la vida a aquellos que sufrían de problemas mentales y físicos, demostrando así el poder del Cristo sanador, el cual él ejemplificaba. Mary Baker Eddy confirma esta verdad al decir: “Los llamados milagros relatados en las Sagradas Escrituras no son ni sobrenaturales ni preternaturales; pues Dios es el bien, y el bien es más natural que el mal. El maravilloso poder curativo del bien es el manantial de vida del cristianismo, y caracterizó y marcó el comienzo de la era cristiana.

“Fue la consumada naturalidad de la Verdad en la mente de Jesús lo que hizo fácil e instantáneo su trabajo de curación. Para Jesús el bien era el estado normal del hombre, y el mal el anormal; para él la santidad, la vida, y la salud representaban mejor a Dios que el pecado, la enfermedad y la muerte”.Miscellaneous Writings, págs. 199–200;

Hoy en día, multitud de personas se regocijan por la naturalidad de la libertad física y mental que han logrado por medio del ministerio sanador de la Ciencia Cristiana. Y expresan su sincera gratitud en las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana, y en las filiales de la Iglesia de Cristo, Científico, diseminadas por todo el mundo. Aquellos que han sido restablecidos ven la curación divina no como un misterio sino como la operación de la ley espiritual, tal como fue enunciada y divinamente atestiguada por Cristo Jesús.

San Marcos registra la notable curación de una mujer que “desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos... y nada había aprovechado, antes le iba peor”. Marcos 5:25, 26; Probablemente esta mujer había oído de las sorprendentes hazañas del poder espiritual del Maestro. Se abrió paso entre la multitud para poder tocar el vestido del Maestro — con la certeza de que al hacerlo sanaría. La respuesta a su llamado de ayuda fue inmediata. La mujer sanó cuando su oración suplicante llegó a la pura consciencia que Jesús tenía de la realidad de la Verdad. “Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote”. v. 29; Puede ser que aquellos que estaban a su alrededor hayan evaluado este restablecimiento a la salud como un milagro o como un acontecimiento misterioso o mágico. Sin embargo, fue por cierto el deseo de confiar en un método más elevado de curación lo que impulsó a esta mujer a tocar el borde del manto de uno que hablaba divinamente. Y sanó.

Una curación contemporánea, análoga a la de la mujer en la época de Jesús se ve en la experiencia de una amiga mía. Su experiencia, semejante a la de la mujer en el relato de la Biblia, señala claramente el poder regenerador de la Verdad ante la continua discordia que manifiesta la mente mortal. Como estudiante de Ciencia Cristiana, no deseaba ni remedios materiales ni cirugía, ni tan siquiera sentía curiosidad por saber el nombre de la enfermedad que parecía tener. Conocía el efecto moral y espiritual de la Palabra de Dios y estaba convencida de que la respuesta a su condición difícil descansaba en una comprensión científica de la presencia y eficacia del Cristo para curar.

La mujer recurrió a un practicista de la Ciencia Cristiana para que la ayudara. Como resultado del trabajo de oración del practicista durante varias semanas, el pensamiento de la paciente gradualmente adquirió puntos de vista espirituales más avanzados del poder restaurador del Cristo para satisfacer su necesidad. Percibió la enfermedad como una creencia mortal y material acerca del cuerpo. Obedeció la necesidad de reemplazar esta creencia en su consciencia con las ideas de la Verdad — la operación continua de la ley de Dios que se manifiesta por medio del Cristo.

Así como no hay un misterio acerca de la curación cristiana, no hay tampoco un misterio acerca del tratamiento de la Ciencia Cristiana. En su trabajo de curación, el punto de partida del practicista es el Principio; es decir, en su oración afirma la verdad acerca de Dios y de la creación de Dios. Conoce la verdad del ser, a saber, que Dios, el Principio divino, es la única fuente de la ley, y que la expresión de Dios, el hombre, está perfectamente sostenida por esta ley espiritual.

El practicista, con su pensamiento fortalecido por estas verdades absolutas de la Ciencia Cristiana que destruyen el temor, puede entonces emprender el trabajo metafísico específico relativo a las circunstancias involucradas en el caso. Ve la necesidad de invertir la creencia errónea de que el hombre vive en un cuerpo físico, compuesto de partes y órganos, y de reemplazar estas falsedades con la verdad del origen y naturaleza espirituales del hombre como la expresión del ser de Dios.

En este caso particular, el practicista discernió las verdades metafísicas específicas que eran necesarias para borrar el argumento de enfermedad, incluyendo las sugestiones agresivas de malignidad e incurabilidad. Cuando estos errores quedaron desarraigados del pensamiento, fueron reemplazados con la verdad científica de que el ser perfecto y espiritual del hombre jamás ha sido invadido por las pretensiones intrusas del sueño adámico de que hay substancia o vida en la materia.

El trabajo continuó, y tanto el practicista como el paciente se regocijaron al percibir la presencia de Dios y la habilidad inherente que tenemos de obedecer la ley espiritual. Como conclusión natural cesó la hemorragia y un tumor interno se separó por sí solo del cuerpo de la mujer y fue eliminado naturalmente. El estado normal fue restablecido y se efectuó una curación completa. La curación ha sido permanente. En profunda humildad, mi amiga sintió que ella también había tocado el borde del manto de Cristo.

De esta manera la Ciencia Cristiana demuestra el Principio de la curación metafísica y proporciona una prueba de que el Cristo sanador es tan poderoso hoy en día y está tan prontamente disponible como lo estuviera durante la vida terrenal del Maestro y de la de sus seguidores de esa época. Jesús, refiriéndose al Cristo sanador y salvador, dijo: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días”. Mateo 28:20; De la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana se ha escrito: “La Sra. Eddy vino para percibir que la curación de Cristo no era milagrosa, sino simplemente un cumplimiento natural de la ley divina — una ley tan eficaz en el mundo hoy en día como lo fue mil novecientos años atrás”.Pulpit and Press, pág. 35;

Cada uno de nosotros tiene, pues, el privilegio de demostrar que la ley espiritual que respalda las maravillosas curaciones de la Biblia, tal como la de la mujer que sufrió doce años, está operando eficazmente para nosotros aquí y ahora. La anulación de las leyes materiales en un caso, demuestra la posibilidad de su anulación en todos los casos. El asunto jamás es una cuestión de cuán severa, cuán seria, o cuán prolongada ha sido la dificultad. ¿No es más bien una cuestión de cuán real, cuán grande, y cuán poderoso es el Cristo, la Verdad, para curar? Todos somos capaces de demostrar que nuestra salud no puede ser dañada por ninguna creencia de la mente mortal. Podemos lograr esto en el grado en que reconozcamos que la fuente verdadera de la salud es Dios, el Espíritu, y pongamos nuestra confianza en Él, y no en los medicamentos o en las teorías y prácticas materiales. Entonces demostramos concluyentemente la alegría de la demostración en la Ciencia Cristiana.

El estudiante de los escritos de la Sra. Eddy tiene razón para sentir la certeza de que la Ciencia del cristianismo está presente hoy en día, para el uso de todos. Esta Ciencia verifica y cumple todas las promesas del gran amigo e instructor de la humanidad, Cristo Jesús. La Sra. Eddy dice: “La realización de las grandes verdades de la curación cristiana pertenece a toda época”.Mis., pág. 192.

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