La atención del mundo se concentró en algo que tenía todas las probabilidades de convertirse en un grave incidente internacional. Los soldados de una fuerza de seguridad, apostados en una zona desmilitarizada para mantener la paz, fueron atacados. Dos oficiales fueron muertos durante el altercado. En general, se estimó que el incidente era un peligroso brote de hostilidades en una parte del mundo potencialmente inestable y perturbada.
Algunos percibieron un significado más profundo en este incidente. Daba una idea, con bastante claridad, de la clase de consecuencias trágicas que pueden acompañar la promoción del odio. Un hecho indiscutido, examinado a veces en los noticiarios, es la política que se sigue en algunos países de inculcar en la mente de los niños el odio hacia determinadas cosas “extranjeras”.
Se necesita poca imaginación para percibir el vínculo que hay entre una generación así indoctrinada y los actos de violencia resultantes. Sin embargo, el problema va más allá de los actos violentos que ocupan los titulares de los periódicos. El odio mismo es violencia mental. Si no se lo elimina, es sumamente perjudicial para el perpetrador y potencialmente lo es para su víctima.
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