Después de ascender al trono de Israel, Saúl reclutó a tres mil hombres y con ellos formó el núcleo de un ejército para la inminente lucha contra los filisteos. En realidad, fue su hijo Jonatán quien precipitó la refriega al atacar una guarnición filistea y, para apoyarlo, Saúl levantó en armas a sus súbditos, dando por sentado que iban a responder lealmente. El resultado fue desalentador. Muchos, aterrorizados por la enorme superioridad de las fuerzas enemigas, huyeron hacia el este, a Galaad; otros se escondieron en cuevas y cisternas vacías. Los que siguieron a Saúl iban “tras él temblando” (ver 1 Samuel 13:1–7).
Para evaluar los acontecimientos que siguieron conviene recordar que cuando Samuel ungió a Saúl como rey, insistió en que Saúl juntara sus tropas en Gilgal y esperara la llegada del profeta, que ofrecería sacrificios a Dios. “Espera siete días hasta que yo venga a ti y te enseñe lo que has de hacer” (1 Samuel 10:8).
Saúl acampó en Gilgal según las instrucciones que había recibido pero, a medida que pasaban los días, la oposición de los filisteos aparecía cada vez más amenazadora. Sus hombres lo estaban abandonando, y Samuel no venía; así que Saúl tomó la situación en sus manos y ofreció sacrificios por su cuenta, aparentemente el séptimo día. En ese momento llegó Samuel y denunció su acción. A pesar de que Saúl obedeció la letra de la ley, no prestó atención al espíritu de las instrucciones que había recibido. Por seguir su propio plan obstinado e insistir en él, Saúl perdió su derecho al reino (ver 1 Samuel 13:8–13).
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