“¿Ya estás vestida, Margarita?” preguntó la mamá al abrir la puerta del cuarto de estudio. Una mirada fue suficiente. Margarita, de doce años de edad, vestía pantalones vaqueros y, reclinada sobre sus libros de colegio, levantó la vista con el ceño fruncido. Había sido uno de esos agitados días de colegio, y sentía la presión. Y ahora, para colmo, tenía que apurarse para llegar a la iglesia en media hora y ocupar su puesto de ujier. Se sentía igual que una bebida gaseosa a la cual se le ha ido el gas.. . absolutamente sin burbujeo.
“¿Tengo que ir esta noche, mamá? Me siento muy desanimada. De cualquier manera, esta noche sólo soy posible substituto de ujier. Es probable qui ni me echen de menos si no voy”.
Su mamá sonrió. “No me parece correcto. Pero piénsalo. A ver qué decides”. Su mamá se fue a buscar al hermano de Margarita, Daniel, al empleo que tenía después de la escuela, para traerlo a casa y luego irse a la iglesia. El papá ya se había ido, pues él tenía que estar en la iglesia más temprano.
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