En noviembre de 1974 caí enferma. No puedo precisar el nombre de la enfermedad, pues no hubo diagnóstico médico. El síntoma material a tratar era un dolor en el costado izquierdo que parecía persistir y extenuarme. Solicité ayuda de una practicista de la Ciencia Cristiana. Ella trabajó devotamente para mí, con mucha fe y gran amor.
Durante los primeros días mis únicas palabras fueron: “Me siento tan enferma”. Un día la practicista me dijo: “No diga eso. No es verdad. La enfermedad no es real. No proviene de Dios, y en mi oración estoy negando que tenga realidad y estoy viéndola a usted como la hija perfecta de Dios, sin dolor, sin enfermedad, y en perfecta salud”. Tenía razón. En No y Sí la Sra. Eddy escribe (pág. 24): “Nunca ha habido momento en que el mal fuese real”. No decirlo era una cosa, pero no pensarlo — con el dolor tan persistente — era otra. Pero hice lo mejor que pude para saber que el dolor no pertenecía al hijo bien amado de Dios.
Una noche estaba levantada y deseaba regresar a mi cama, pero de repente sentí que no podía caminar; era como si toda la fuerza hubiera abandonado mi cuerpo. Debí haber dicho: “ ‘¡Quítate de delante de mí, Satanás!’ (Mateo 16:23). Puedo hacer cuanto sea necesario pues camino en la fortaleza del Señor”. Pero lamento decir que no lo dije. En su lugar pregunté: “Padre, ¿es éste el final de mi carrera terrenal?” Luego perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba nuevamente en mi cama y pude hablar con la practicista. A la mañana siguiente ella me hizo ver claramente que en realidad no estamos luchando para alcanzar la luz espiritual, pues la expresamos; esta luz nos rodea. ¿No dijo el Apóstol Pablo acerca de Dios (Hechos 17:28): “En él vivimos, y nos movemos, y somos”?
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