Uno de los personajes más significativos y de múltiples aptitudes entre los que forman la larga historia de Israel fue Samuel, cuya brillante carrera influyó en muchos aspectos del progreso de su país y de su pueblo. No solamente juzgó a Israel “todo el tiempo que vivió” (1 Samuel 7:15), sino que llegó a ser igualmente bien conocido como consejero de reyes. Sus actividades como sacerdote y profeta fueron ampliamente aclamadas.
Su padre, Elcana, descendía de una familia de sacerdotes y su árbol genealógico databa desde Leví, hijo de Jacob; vivía en Ramá, no lejos de Jerusalén (ver 1 Samuel 1:1, 19).
En una de sus visitas anuales a Silo, a unas quince millas de Ramá, Ana, su mujer, lo acompañó. Ella nunca había tenido hijos — una condición considerada en aquellos años no meramente una desgracia, sino una deshonra. En el santuario, Ana oró fervorosamente de que pudiera tener un hijo. Prometió solemnemente dedicar el niño exclusivamente al servicio de Dios si se le concedía su petición, lo que por cierto ocurrió dentro de un año. No es de extrañarse que “le puso por nombre Samuel, diciendo: Por cuanto lo pedí a Jehová” (1 Samuel 1:20).
No bien Samuel fue destetado, Ana lo llevó, aun siendo tan pequeño, a Silo, donde “el niño ministraba a Jehová delante del sacerdote Elí” (1 Samuel 2:11). Todos los años, cuando ella y Elcana hacían su visita anual al santuario, Ana le llevaba a Samuel una “túnica pequeña” similar al manto largo que a menudo usaban los hombres de autoridad, como los profetas, sacerdotes o gobernantes. Rápidamente el niño se ganó el cariño del anciano sacerdote Elí, que lo llegó a querer como a un hijo (ver 1 Samuel 3:16). Los propios hijos de Elí eran hombres impíos que habían desilusionado amargamente a su padre (ver 1 Samuel 2:12).
La Biblia contiene una bella y conocida descripción del llamado que recibió Samuel de parte de Jehová mismo. Es cierto que desde su niñez había estado sirviendo en el templo bajo la tutela de Elí, pero en este pasaje nos enteramos de que “Samuel no había conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le había sido revelada” (1 Samuel 3:7). La Biblia no dice a qué edad recibió el llamado, pero según Josefo, Samuel era un jovencito de doce años en esa época.
La Biblia dice que “la palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con frecuencia” (versículo 1). La versión de Moffat lo dice así: “Una palabra del Eterno era escasa en aquellos días; las visiones no eran comunes”. Pero con Samuel amaneció una nueva luz.
Cuatro veces seguidas Dios llamó al niño de noche hasta que finalmente, a sugerencia de Elí, Samuel respondió: “Habla, porque tu siervo oye” (versículo 10). El mensaje que llegó a sus oídos fue en verdad severo: le anunció la caída total de la casa de Elí. Tiene que haber sido muy difícil para el jovencito informar al anciano sacerdote sobre tales noticias, pero lo hizo obedientemente y con exactitud.
Esta revelación marcó el comienzo de la gran misión de Samuel como profeta. Ahora había aún más evidencia indiscutible de su crecimiento y progreso. “Samuel creció, y Jehová estaba con él, y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras” (versículo 19). No sólo se probó la veracidad de esto, sino que el momento culminante en la experiencia del joven se difundió rápidamente por toda la región: “Todo Israel, desde Dan hasta Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová” (versículo 20).
Pero ¿qué salisteis a ver?
¿A un profeta? Si, os digo,
y más que profeta.
Porque éste es de quien está escrito:
He aquí, yo envío mi
mensajero delante de tu faz,
El cual preparará tu camino delante de ti.
Mateo 11:9, 10
