Una de las grandes controversias sociales y políticas de nuestros tiempos es la de los derechos humanos. Esta controversia está siendo objeto de intensas negociaciones en las Naciones Unidas y de un intercambio diplomático más extenso entre los gobiernos.
Por largo tiempo ha habido cierta percepción de que los derechos de la humanidad proceden de algo más elevado que de un origen humano. Desde el comienzo hasta el fin la Biblia nos asegura que el hombre es hijo de Dios, creado a la imagen y semejanza de Dios y, por tanto, dotado con derechos divinos. Los que prepararon la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos comenzaron con lo que la Descubridora y Fundadora de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), Mary Baker Eddy, denominó “aquel sentimiento inmortal”, y el cual parafrasea así: “El hombre está dotado por su Hacedor con ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la busca de la felicidad” (ver Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 161).
Pese a lo noble de esta declaración, su aplicación a través de la historia ha sido en algunas ocasiones demasiado amplia y en otras demasiado limitada. En nuestra época a menudo se trata de extenderla para incluir en ella privilegios o beneficios presentados como derechos. Por ejemplo, el “derecho” a empleo (o el “derecho” a ciertos pagos o beneficios de parte del gobierno), necesita una definición muy cuidadosa antes de que, en justicia, pueda ser reconocido tan siquiera como un derecho humano.
En la Biblia, en el capítulo doce de los Hechos hay una interesante narración sobre la restauración de los derechos humanos. El Rey Herodes, al perseguir a la pequeña iglesia cristiana, había encarcelado a Pedro por predicar; encarcelamiento que claramente fue una infracción al derecho elemental de adorar a Dios como uno lo siente en su conciencia, o sea, la acción fue una infracción a la libertad religiosa. La pequeña iglesia “hacía sin cesar oración a Dios por él”. Pedro estaba durmiendo, y encadenado entre dos soldados, cuando “se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel”. Las cadenas se soltaron, la gran puerta de la prisión se abrió y Pedro quedó libre para reincorporarse a la iglesia. Pedro reconoció que sus derechos humanos tenían su origen en los derechos divinos otorgados al hombre, cuando dijo: “Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes”. Hechos 12:5, 7, 11;
El concepto de la libertad humana se ha ido desarrollando cada vez más. La lucha contra la esclavitud de los negros en los siglos dieciocho y diecinueve, comenzó en el pensamiento y conciencia — en el sentido moral — de grandes reformadores que abogaron por la libertad, reforma que se inició en Gran Bretaña y luego en los Estados Unidos. Y aun ahora está tomando lugar un despertar similar contra otras formas de injusticia, y este despertar tiene que continuar. La lucha por los derechos de la mujer es un buen ejemplo.
En esta lucha, como en cualquier otra, se necesitan definiciones muy cuidadosas. Tenemos que distinguir entre los derechos que Dios otorga y los cambios sociales. Que la mujer está dotada por Dios con derechos inalienables — los mismos derechos que tienen los hombres — no cabe duda. Estos derechos han existido siempre y permanecerán inalterados. Se harán valer en las leyes humanas y en el ejercicio de la política en la medida en que se reconozcan, no como beneficios otorgados por la sociedad, sino como el regalo de libertad que Dios otorga al hombre.
Recientemente se ha hecho hincapié en la liberación del temor, en los derechos a contar con un empleo, y así por el estilo. Por cierto que hombres y mujeres tienen derecho a la seguridad, armonía, actividad y abastecimiento. Estos derechos, al igual que todos los derechos, son valederos en virtud de la condición del hombre como hijo de Dios. Pero para probar esto tenemos que hacer nuestra parte. Individualmente percibimos y afirmamos nuestro derecho a desempeñar una labor útil, por la cual recibimos una justa remuneración. Nos preparamos y probamos que somos idóneos para el cargo. Como ciudadanos nos esforzamos por apoyar el gobierno y la estructura económica que facilitan la actividad progresiva y constructiva. Sabemos que Dios nos da nuestro verdadero sustento, pero sabemos también que la manifestación de este abastecimiento depende de nuestra obediencia a Dios y de la percepción del cumplimiento de nuestros deberes.
Así vemos que los derechos humanos son inseparables de los deberes. ¿Está el cumplimiento de los deberes recibiendo tanta atención como la exigencia de los derechos? Nuestro deber para con Dios es obedecer la ley de Dios. En la experiencia humana esto puede abarcar una gran variedad de acciones y actitudes. La ley de Dios requiere integridad, que ha de percibírsela objetivamente. Requiere diligencia. Requiere profundo respeto por los derechos de los demás, como lo afirma la Regla de Oro. Requiere bondad. Requiere amor.
Uno de los principales deberes de la humanidad se encuentra estipulado en el primer mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Éx. 20:3; Describiendo este mandamiento como su texto favorito, la Sra. Eddy indica que el cumplimiento de este deber traerá a la sociedad la más grande realización de los derechos humanos. Lo dice así: “Un Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad de los hombres; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’; aniquila la idolatría pagana y la cristiana, — todo lo que es injusto en los códigos sociales, civiles, criminales, políticos y religiosos; establece la igualdad de los sexos; anula la maldición que pesa sobre el hombre, y no deja nada que pueda pecar, sufrir, ser castigado o destruido”.Ciencia y Salud, pág. 340;
Vemos, entonces, que el cumplimiento de los deberes nos asegura el fruto gozoso de los derechos. Los derechos siempre están aquí. Pero para percibirlos, reconocerlos y disfrutar de ellos en la vida humana, es necesario reformar la mente humana — espiritualizar el pensamiento y abandonar las limitaciones mortales. Entonces ganaremos la batalla contra la ignorancia, y prevalecerá la inteligencia. Todos podemos tomar valor.
La batalla por los derechos humanos, como se libra en el campo político y diplomático de hoy en día, sólo puede afianzársela en la medida en que se perciba de dónde verdaderamente proceden los derechos y se aplique esta percepción al pensamiento humano para mejorarlo. En la actualidad hay más libertad en muchos aspectos de la que había, por ejemplo, en 1875. Despertar el pensamiento es primordial, y la actividad que de ello resulta puede presentarse de diferentes maneras.
El concepto convencional de los derechos humanos los limita a una antigua lista bien conocida: votar, libertad de expresión, libertad de prensa, hábeas corpus y libertad de religión.
Los verdaderos derechos del hombre — sus derechos divinos — van mucho más lejos. La Sra. Eddy dice: “Construyamos sobre la declaración de los derechos humanos otra, destinada a derechos más divinos, — aun la supremacía del Alma sobre los sentidos, donde el hombre coopera con su Hacedor y está sujeto a Él”.La idea que los hombres tienen acerca de Dios, pág. 11;
Nuestro derecho a ser libres del pecado, la enfermedad y la muerte está lejos de ser universalmente reconocido. Y, sin embargo, este derecho tiene una base divina: la condición del hombre como hijo de Dios le otorga el derecho a la santidad, salud e inmortalidad.
La Sra. Eddy relaciona la lucha por los derechos humanos, a menudo enconada y sangrienta, con la cruzada por la libertad, cuando escribe: “La voz de Dios a favor del esclavo africano aún resonaba en nuestro país, cuando la voz del heraldo de esta nueva cruzada dio la nota tónica de la libertad universal, pidiendo un reconocimiento más pleno de los derechos del hombre como Hijo de Dios, y exigiendo que las cadenas del pecado, la enfermedad y la muerte fueran arrancadas de la mente humana, y que su libertad se alcanzara no por medio de la guerra entre los hombres, no con sangre y bayoneta, sino por la Ciencia divina de Cristo”.Ciencia y Salud, pág. 226.
Observe dónde las cadenas están asidas: en la mente humana. Allí es donde toma lugar la batalla por la libertad, tanto individual como universalmente. La Ciencia Cristiana habla a la mente humana. Le enseña que los derechos con los cuales Dios ha dotado al hombre también Dios los hace respetar mediante Su ley.
El derecho fundamental de los hijos de Dios — su derecho divino — es el de ser completos; incluye libertad total del pecado, la enfermedad y la muerte. Ésta es una paráfrasis valedera de “la vida, la libertad y la busca de la felicidad” —“aquel sentimiento inmortal”— y el reconocimiento de este derecho divino aporta libertad perenne, ilimitada e inalienable.