“¡Diosa fortuna, favoréceme esta noche!”
Ésa es a menudo la ferviente oración del jugador antes de tirar los dados o insertar la moneda en una máquina de juego. No obstante, el jugador probablemente será el primero en admitir la total inconstancia de su diosa favorita — la suerte. Hoy en día este ídolo parece gozar de creciente ascendencia sobre el primer mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Éx. 20:3;
No es sólo el jugador empedernido el que adjudicará injustificables poderes al azar. Individuos bien intencionados y comunidades enteras se han rendido a las presiones para hacer del juego parte integral de su vida. Sin embargo, la gente está empezando a reconocer que el juego legalizado, lejos de ayudar a la comunidad, fomenta un ambiente insalubre e inmoral, subvencionando el crimen organizado y aumentando los gastos del estado en asistencia pública. Ni siquiera proporciona al estado la esperada ganancia. En efecto, una comunidad que depende del juego no sólo tiene un alto riesgo económico y criminal sino que la gente se aferra más firmemente en la creencia destructiva de que el bienestar y el gozo del bien están sujetos a los caprichos de la suerte.
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