Jeremías, uno de los últimos profetas que vivió antes del exilio de los judíos a Babilonia, se destacó entre los profetas del siglo siete a.C., por su obediencia, fortaleza y valor, aunque al mismo tiempo no fue estimado debidamente. Fue un hombre hondamente sincero, pero algunas de las causas a las que se adhirió no eran populares entre sus compatriotas, y hasta se las consideraba contrarias al interés y a la política nacional.
Parece haber sido alrededor del año 626 a.C. cuando Jeremías recibió su llamado para predicar. Su renuencia a aceptar la responsabilidad de ser uno de los representantes del Señor se asemeja a la de Moisés cuando fue llamado para sacar a los israelitas de Egipto (cp. Jeremías 1:6; Éxodo 3:11; 4:10); sin embargo, tanto el patriarca como el profeta aceptaron el llamado y demostraron ser dignos de una misión sagrada.
Jeremías nos habla de dos visiones que le arrojaron más luz sobre la naturaleza de la obra de su vida y los grandes contrastes que ésta conllevaría.
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