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LA CONTINUIDAD DE LA BIBLIA

[Serie de artículos que indica cómo se ha revelado progresivamente el Cristo, la Verdad, en las Escrituras.]

Jeremías: profeta y poeta inspirado

Del número de abril de 1979 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Jeremías, uno de los últimos profetas que vivió antes del exilio de los judíos a Babilonia, se destacó entre los profetas del siglo siete a.C., por su obediencia, fortaleza y valor, aunque al mismo tiempo no fue estimado debidamente. Fue un hombre hondamente sincero, pero algunas de las causas a las que se adhirió no eran populares entre sus compatriotas, y hasta se las consideraba contrarias al interés y a la política nacional.

Parece haber sido alrededor del año 626 a.C. cuando Jeremías recibió su llamado para predicar. Su renuencia a aceptar la responsabilidad de ser uno de los representantes del Señor se asemeja a la de Moisés cuando fue llamado para sacar a los israelitas de Egipto (cp. Jeremías 1:6; Éxodo 3:11; 4:10); sin embargo, tanto el patriarca como el profeta aceptaron el llamado y demostraron ser dignos de una misión sagrada.

Jeremías nos habla de dos visiones que le arrojaron más luz sobre la naturaleza de la obra de su vida y los grandes contrastes que ésta conllevaría.

La primera visión mostró la vara de un almendro en flor, señal de la proximidad de la primavera. Interpretado por Jehová implicaba: “Estoy cuidando de mi palabra para ponerla por obra” (Jeremías 1:12, según la Revised Standard Version de la Biblia). El significado gira sobre un juego de palabras en el idioma hebreo. Jeremías había visto un “almendro” (en hebreo: SHÂKED), que implicaba que Dios estaba “velando” (en hebreo: SHÔKED) sobre Su Palabra. La segunda visión fue la de una olla que hervía, cuyo humo lo ventaba un fuerte viento del norte. Jehová explicó esto indicando que el juicio pronto descendería sobre Judá por intermedio de invasores del norte. Esta referencia ha sido interpretada como una predicción de la invasión de los escitas, predicción hecha no solamente por Jeremías, sino también por su contemporáneo, Sofonías.

Al proferir afirmaciones tan severas siguiendo las órdenes de Dios, el profeta podía esperar la encarnizada oposición de reyes, príncipes, sacerdotes y el pueblo por igual, pero ¿quá? “No te vencerán; porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte” (versículo 19). Alentado de esta manera, Jeremías inició valerosamente su memorable carrera profética, que se desarrollaría durante unos cuarenta años en los que se lo examinaría y probaría, durante los reinados de los últimos reyes de Judá.

En cumplimiento de su misión, Jeremías fue a la puerta del templo de Jerusalén (ver 7:1–3) a proclamar al pueblo la gran oportunidad que tenían por delante si tan sólo se reformaban y le rendían el debido culto a Dios. Pero a medida que el profeta continuaba, se hizo evidente que el pueblo de Judá no estaba dispuesto a obedecer a Dios, y Jeremías les recordó a los que lo escuchaban que Dios no desconocía la total desobediencia del pueblo a los mandamientos. La verdad es que Jeremías describió el templo como una “cueva de ladrones” (versículo 11), frase que fue virtualmente repetida por Jesús siglos más tarde (ver Marcos 11:17).

En otras de sus profecías Jeremías predijo que Babilonia atacaría la tierra, que Jerusalén sería destruida, y el pueblo sería llevado al exilio (ver 25:9–11). Su propio pueblo lo condenó por sus severas predicciones y hasta fue considerado un traidor de su pueblo porque aconsejaba que se sometieran a Babilonia (ver capítulo 27). En realidad, él estaba declarando el juicio de Dios según lo entendía y, por cierto, que iba a ser testigo de los horrores de la destrucción que había profetizado.

El buen rey Josías, cuyas reformas sobre la base del libro de Deuteronomio fueron apoyadas por Jeremías al comienzo de su carrera, murió en un imprudente ataque contra los ejércitos de Egipto. Sin embargo, su hijo Joacim, quien lo sucedió, estaba más interesado en ese país que en su nativa Judá. Al enterarse de las abiertas advertencias y oráculos de destrucción asentados por Baruc, el secretario y amigo de Jeremías, Joacim hizo que les fueran leídos en su presencia, procediendo luego a quemar el manuscrito pedazo por pedazo. Peró él no pudo destruir de esa forma el mensaje de Jeremías, porque Baruc, siguiendo instrucciones del profeta, lo volvió a escribir con mayores detalles (ver Capítulo 36).

A pesar de la lealtad de Jeremías para con Dios y Su pueblo, fue acusado de pasarse al lado de los babilonios y encarcelado (ver 37:11–15). Estaba todavía allí cuando la ciudad cayó en el año 586 a.C. (ver 38:28). El animado relato de su rescate de la cisterna donde lo habían echado en determinado momento de su encarcelamiento indica que por lo menos tenía algunos amigos leales (ver 38:1–13).

Jeremías, que permaneció en Jerusalén cuando muchos de su pueblo habían sido exiliados a Babilonia, les escribió una carta de consuelo, consejo y aliento, de muchísima significación. Podrían estar cautivos en tierra extrajera por mucho tiempo, pero todavía podían obedecer a Jehová y confiar en Él. Dios tenía “pensamientos de paz, y no de mal” (29:11) acerca de ellos y les prometía: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (versículo 13).

Probablemente teniendo en mente la importancia del “libro del pacto” del rey Josías (2 Reyes 23:2), el profeta introdujo un “nuevo pacto”, descrito con algún detalle en el capítulo 31 de su libro. “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá” (Jeremías 31:31). Este pacto iba a ser interior y espiritual, e iba a manifestar el poder y la presencia de Dios. “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (versículo 33).

Judíos que escaparon de Jerusalén llevaron a Jeremías y a su fiel amigo Baruc a Egipto (ver capítulo 43), donde el profeta continuó denunciando el mal enérgicamente. En Egipto termina nuestra historia de Jeremías. Si bien la vívida elegía sobre la destrucción de Jerusalén, llamada “Lamentaciones de Jeremías”, ha sido asociada con él por mucho tiempo, por lo general se lo considera como un libro anónimo.

El valor y la ternura, la fe y la inspiración, continúan viviendo en las palabras del poeta: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jeremías 31:3). Aunque a menudo lo desesperaban los resultados de su labor, la grandeza de su contribución no puede negarse. Su valiente ataque al concepto de que Israel era sacrosanta tanto como raza así como pueblo igualaba su posición pionera con respecto al culto individual y a una religión espiritual, ilimitada por lugares o rituales. No es de sorprender que algunas personas de la época de Cristo Jesús estuvieran inclinadas a identificar a Jesús como un segundo Jeremías (ver Mateo 16:14).

De la angustia de Jeremías por la infructuosidad de las súplicas que le hacía a su pueblo, descuellan algunas de las más preciadas partes de la Biblia, inclusive sus predicciones de la misión del Mesías como Redentor, Renuevo, Juez, Pastor, Libertador, Rey — y la gloriosa promesa (33:6): “He aquí que yo les traeré sanidad... y los curaré, y les revelaré abundancia de paz y de verdad.”

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