Es domingo por la mañana y la Escuela Dominical comienza. Aquellos de nosotros que somos maestros observamos a los niños más pequeños que, con pies inquietos y sujetando descuidadamente sus Himnarios (o dejándolos caer), contemplan con grandes ojos a los que llegan tarde, o los crujientes pedales del piano. Escuchamos con gratitud cuando el superintendente lee las palabras del primer himno. Conscientes de la enorme promesa de esta hora, oramos en silencio.
Tanto para los maestros como para los estudiantes, la Escuela Dominical es una rara mezcla de tranquilos momentos, valerosas preguntas, brillantes expectativas, explosiones de risa, razonamiento cuidadoso y, sobre todo, de revelaciones obtenidas como resultado de la oración. Puede ser que los niños se acuerden de sus amigos, de la maestros, de pertinentes historias de la Biblia, de información obtenida y de percepciones que se han compartido. Esperemos que, más que nada, se acuerden de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana porque fue allí donde aprendieron a sentir más la presencia y el cuidado de Dios.
Preguntamos a varios niños por qué asisten a la Escuela Dominical. Uno respondió: “Porque sí”. “¿Por qué porque sí?”, insistió el Redactor de La Iglesia en Acción. “Porque mi mamá quiere que yo vaya porque ahí podemos aprender lo que es Dios”.
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