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Con frecuencia recuerdo con profunda gratitud la respuesta afirmativa...

Del número de mayo de 1980 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Con frecuencia recuerdo con profunda gratitud la respuesta afirmativa de mi familia a la invitación de una vecina de que me permitieran ir a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana con su hijo. En los años que han seguido se han efectuado tantas curaciones mediante la Ciencia Cristiana que es imposible hacer una relación completa en este espacio. Hace poco hice una lista de todas las curaciones — físicas y mentales — de las que he sido testigo y que han resultado de la comprensión de Ciencia Cristiana. La lista era extensa. Incluía curaciones de sordera y de fractura de huesos, desempleo y pulmonía. No es nada extraño que mi gratitud por la Ciencia Cristiana rebose.

Cuando tuve que ausentarme de mi hogar por primera vez para ir a la universidad, a cientos de kilómetros de distancia, la separación fue extremadamente difícil, tanto para mi familia como para mí. A medida que pasaban las semanas pensé que había superado la añoranza de mi hogar hasta que tuve un accidente en la piscina de la universidad. Al intentar salir del agua de espaldas asiéndome de la orilla de la piscina, resbalé y caí hacia adelante con tal fuerza que mis codos se juntaron por detrás, y escuché el ruido de un fuerte crujido en mi pecho. No hubo diagnosis médica, pero el dolor y otros síntomas hicieron parecer que se había fracturado o dislocado un hueso. Como estudiante en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, vi esto como mi primera oportunidad, lejos del cariñoso cuidado de mi familia, de poner en práctica lo que había estado aprendiendo en la Escuela Dominical. Primero, tuve que vencer la autocompasión.

Estando en cama sufriendo, un compañero de estudios que criticaba mucho a la Ciencia Cristiana dijo en son de burla: “Bueno, si la Ciencia Cristiana es lo que dices que es, ¿por qué estás en cama? Tienes que tener algo que te ayude”. Desde ese momento en adelante, hice un esfuerzo decisivo encaminado a obtener una comprensión más clara de mi integridad y salud por ser una idea espiritual e hijo de Dios. Esta comprensión me llevó adelante en mis quehaceres diarios durante tres días, pero la verdad específica necesaria para obtener una curación completa me eludía. El cuarto día llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana para que me ayudara. Casi inmediatamente comprendió la naturaleza de la dificultad — una creencia prolongada en mi pensamiento de que estaba yo separado de mi hogar. Me aseguró que jamás podía yo estar separado del amor de mi Padre-Madre Dios, y estuvo de acuerdo en darme tratamiento según la Ciencia Cristiana. En veinticuatro horas se produjo otro sonido crujiente en mi pecho, y quedé libre de dolor. La curación fue instantánea y no hubo un largo período de convalescencia para que el hueso se compusiera.

Más recientemente, durante los disturbios en las universidades a fines de la década de 1960 y comienzos de la del 1970, siendo yo director de una escuela preparatoria, me vi ante un sólido frente de agitadas estudiantes. Parecía haber una firme determinación de parte de las alumnas mayores de ir contra toda clase de requisitos que yo implantaba para elevar sus normas de comportamiento. Después de seis meses de lucha empecé a padecer de una extraña dificultad física. Muchas veces durante el día me sentía física y mentalmente incapacitado. En esos momentos no podía ni siquiera sumar una simple columna de números. Me di cuenta de la necesidad de resolver el disturbio en el colegio así como la dificultad física, pero no podía ver cómo podía lograrse. Sin embargo, a medida que perseveraba en mi estudio de Ciencia Cristiana, empecé a reconocer la importancia de amar a esas alumnas a pesar de sus actos — no excusando su comportamiento, sino viendo más allá, hacia su verdadera naturaleza como hijas de Dios. Esta clase de amor espiritual tuvo un efecto positivo.

De improviso, una de las estudiantes, que no estaba de acuerdo con el comportamiento desordenado de las otras, se adelantó para prevenirme del alimento que yo estaba comiendo en el comedor del colegio. Sin yo saberlo, algunas estudiantes disidentes habían estado agregando alguna forma de droga — a la cual uno podía enviciarse — a las comidas que se me servían. Si bien podía haber motivo que justificara que yo sintiera enojo y castigara a las estudiantes, me sentí más entusiasmado que antes a amarlas — a verlas como ideas de Dios. En un corto espacio de tiempo, surgió una situación en el colegio en la que todas vieron claramente la importancia de un comportamiento correcto basado en la adherencia a ciertas reglas. El problema estudiantil se resolvió; mi curación se produjo rápidamente; y el colegio continuó creciendo, basado sólidamente sobre cimientos de elevadas normas de moral y ética.

Éstos son sólo dos ejemplos de cómo la Ciencia Cristiana ha traído una influencia sanadora a mi vida. Esa inversión de una hora de clase en la Escuela Dominical hace treinta años fue por cierto un primer paso vital que trajo a mi familia y a mí algunos dividendos espectaculares; y no sé lo que yo haría sin esta sanadora manera de vivir cristianamente científica.


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