Conocí la Ciencia Cristiana en una ocasión en que me encontraba muy desesperado. El médico que me estaba tratando en ese tiempo me dijo: “Con ese corazón, ya no puede usted usar la bicicleta, ni nadar, ni hacer ninguna clase de deporte”. Hasta me pedía que abandonara mi profesión. Como respuesta, le pregunté si me podía decir si había tan siquiera una cosa que todavía yo pudiera hacer.
Me trasladé a otra ciudad. A pesar de la orden del médico, otra vez acepté trabajo en mi profesión. Me cuidaba mucho, con frecuencia me veía al espejo para ver si estaba pálido, y tomaba medicinas.
La hija de mi jefe, niña de ocho años, a menudo me observaba. Un día me preguntó por qué hacía todo esto. Como pensé que aún era muy niña, le contesté que ella no entendería. Una vez me dijo que bien podía yo tirar las medicinas a la basura, puesto que no me servían de nada. Poco tiempo después la mamá de la niña empezó a prestar atención a nuestras conversaciones, y me preguntó si había oído hablar de la Ciencia Cristiana. Tuve que contestar que no. Pero despertó mi interés. Al siguiente miércoles fui con la madre y la niña a una reunión de testimonios en una iglesia filial, en donde conocí a un practicista de la Ciencia Cristiana.
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