Cuando era niña vivía con el constante temor de que nadie me quería. Crecí en una familia rica creyendo que todo lo que importaba en la vida era mi apariencia y cómo me sentía físicamente. En mi búsqueda de felicidad y éxito, recurrí al licor y a las drogas; pasé así quince amargos años, hasta que finalmente fui recluida en varias instituciones para enfermos mentales. Había perdido a mi familia y a mis amistades, la salud, el hogar, una considerable fortuna, y la habilidad de cuidarme o de ocuparme de mí misma. Había llegado al punto en que no sabía la diferencia entre el bien y el mal, y sólo estaba tratando de sobrevivir.
En noviembre de 1971 me llevaron a un lugar para alcohólicos, donde empecé a vislumbrar que existe un poder supremo que gobierna la vida — Dios. Conocí a un hombre con quien más tarde me casé. Él estaba estudiando la Ciencia Cristiana; me dijo que yo era espiritual. Eso me agradó porque pensé que él quería decir que yo era algo especial. Todavía tenía que aprender que mi verdadera identidad era una idea espiritual de Dios, hecha a Su semejanza.
Después de tres semanas me enviaron a un albergue para mujeres que eran alcohólicas. Al otro lado de la calle estaba una Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana. Después de haber dependido de las drogas durante quince años, no sabía cómo enfrentarme a la vida, y me atemoricé. Empecé a visitar la Sala de Lectura con regularidad. Allí recibí gran estímulo de los bibliotecarios, y del amigo a quien ya he mencionado. Pasé horas estudiando esta bella Ciencia. El deseo de tomar bebidas alcohólicas desapareció.
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