Quien está consciente de sus propios sentimientos y ha experimentado el amor abnegado sabe que la fuente de ese amor no tiene nada que ver con el ser mortal. Más que emoción y aun más que afecto humano, ese amor que lo impulsa a uno a olvidarse de sí mismo para bendecir a otros comienza a aproximarse a lo divino.
El autor de la Primera Epístola de Juan, en su exhortación al amor fraternal, nos insta a recordar que el amor que sentimos por los demás está estrechamente ligado a nuestra comprensión de Dios y a nuestra relación con Él: “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor”. 1 Juan 4:7, 8;
Y Mary Baker Eddy, que ha enseñado a muchos a curar mediante la utilización del Amor divino, se refiere tanto a la cualidad humana del amor como al Amor que es Dios mismo. En un pequeño artículo titulado “Amor” nuestra Guía escribe: “¡Qué palabra ésta! Con asombro reverente me inclino ante ella. ¡Sobre cuántos miles de mundos tiene alcance y es soberana! Aquello que no se deriva de cosa alguna, lo incomparable, el Todo infinito del bien, el Dios único, es Amor”. Luego describe una de las expresiones de este amor en la experiencia humana, como “la mano gentil que abre la puerta para visitar al necesitado y al angustiado, al enfermo y al afligido, iluminando así los lugares oscuros de la tierra”.Escritos Misceláneos, págs. 249–250;
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