Puede que el adagio “las murallas de piedra no hacen una prisión” encierre un mensaje que va más allá de la interpretación tradicional, esto es, que hay una acción del pensamiento que no se puede encarcelar. Las murallas no pueden ni contener el pensamiento ni disminuir la influencia mental que ejercemos los unos sobre los otros. No se puede simplemente poner entre rejas a uno o a muchos individuos y, olvidándolos, sentirnos a salvo de la criminalidad. El pensamiento criminal no puede ser confinado tras las rejas de una cárcel. Forma parte de la atmósfera mental inherente a la mortalidad.
Uno de los beneficios de las prisiones es que protegen a los penados de los impulsos justicieros de una comunidad indignada. Una cárcel, en el decenio de 1790, tuvo por principal finalidad proteger al prisionero. En nuestros días se pone el acento en proteger a la sociedad de los transgresores de la ley. Sin embargo, si queremos tener instituciones que protejan tanto al delincuente como a su víctima, tendremos que concebir algo más eficaz que una cárcel.
La verdadera protección radica en nuestro reconocimiento espiritual de que, en realidad, todos tenemos el mismo origen. Si pensamos en dos clases de hombres — los buenos y los malos — sembramos las semillas de la violencia. Sin embargo, podemos razonar y actuar a base de un criterio más elevado y científico en el que nada existe que pueda violar la unidad de Dios y el hombre. Esto nos protege de violar los derechos de los demás.
Esta unidad del Espíritu y el hombre no produce una uniformidad homogénea. Su expresión individual en el campo humano es de una rica diversidad. Todos los miembros de la raza humana tienen un valor singular. Nadie, en su individualidad otorgada por Dios, es solamente un número o la víctima anónima de una cultura implacable. Nadie, en su ser verdadero, es un merodeador que no puede distinguir entre el bien y el mal. El hombre es completo y está satisfecho en su identidad espiritual. Discernir esta compleción confiere inmunidad contra las seducciones de la materialidad. La identidad genuina es inviolable porque nada hay en ella que responda a la tentación. El hombre está gobernado por Dios y, por lo tanto, es bueno; debe reflejar el bien. Las murallas no serán necesarias para separar a los integrantes de la sociedad cuando todos reconozcamos y vivamos más la realidad divina.
“¿No es el hombre metafísica y matemáticamente un número uno, una unidad, y, por lo tanto, un número entero, gobernado y protegido por su Principio divino, Dios?” Pulpit and Press, pág. 4; Este interrogante retórico formulado por nuestra Guía, la Sra. Eddy, indica cuál es el origen de la protección tanto para el “ingobernable” como para su víctima.
Ser esta clase de “número uno” no significa estar en conflicto con el prójimo, ser mejor o peor, ser uno de los buenos o uno de los malos. Es simplemente ser, y ser entero. El reconocimiento de que todos somos “metafísica y matemáticamente un número uno” es la base para valorar a cada uno. Se necesita esta clase de amor universal, expresado a los individuos y por los individuos, para resolver las crisis de identidad y sanar la pérdida de identidad simbolizada en el número que se asigna a los penados.
¿Hasta qué punto presta oídos la sociedad a la parábola de Jesús sobre el valor del individuo y el esfuerzo que se debe desplegar para salvar al descarriado? “¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueva en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido”. Lucas 15:4-6;
Cuando tratamos de imbuirnos del espíritu de esta parábola tenemos que reconocer que si bien el penado puede parecer perdido a los ojos de la sociedad, no lo está para Dios. En su ser verdadero es siempre el hijo amado de Dios y nada — sea cual fuere su transgresión o lo que él piense de sí mismo o lo que la sociedad piense de él — puede modificar su relación espiritual de unidad con el Principio divino.
Acaso tengamos que preguntarle al Padre dónde está Su hijo y tratar con ahínco de encontrarlo. Pero la sociedad no puede permitirse el perder a ninguno.
En otro profundo interrogante, nuestra Guía pregunta: “¿. .. puede usted demostrar la irrealidad de los efectos de los pecados de otros ignorando esos pecados?” Y contesta: “Yo no puedo”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 233; Tampoco podemos nosotros, pero nuestra participación se ha de basar en una conducta inteligente que no se deje llevar ni por la venganza ni por su socio, el sentimentalismo, que justifica los actos antisociales. Muchos penados hoy en día se consideran, sin razón, simplemente víctimas impotentes del desempleo, de villas miserias y de trampas que creen se les han tendido. Sin embargo, la renuencia a enfrentar nuestros errores encubre aún más profundamente nuestra identidad espiritual.
La Sra. Eddy formula también otras preguntas: “El hombre recién salvado de la ola despiadada que lo ahogaba, no está consciente del sufrimiento. ¿Por qué, entonces, interrumpir su paz y hacerlo sufrir al volverlo a la vida? Para salvarlo de la muerte. Luego, si un criminal está en paz ¿no debe tenérsele lástima y devolverlo a la vida? o ¿tienes miedo de hacerlo no sea que sufra, pisotee tus perlas de pensamiento, y se vuelva y te despedace? La cobardía es egoísmo. Cuando uno se protege a expensas de su prójimo debe recordar: ‘Todo el que quiera salvar su vida, la perderá’ ”.Escritos Misceláneos, pág. 211;
Hay que ser valiente no sólo para enfrentar el delito ya cometido sino también para enfrentar la criminalidad incipiente. ¿Nos estamos recordando que las críticas destructivas pueden ser una violencia incipiente y que el chisme puede ser vandalismo contra el carácter? ¿No es acaso una forma incipiente de maltrato a los niños el reemplazar la disciplina correctora por un castigo vengativo? ¿Y no guarda relación la actividad sexual promiscua con la violación? ¿Y la evasión tributaria con el robo? ¿Y las prácticas mercantiles despiadadas e inescrupulosas con el robo a mano armada?
Las murallas de las cárceles no separan realmente a la humanidad de los impulsos egoístas y criminales. Esta obra la debe cumplir, diariamente y a toda hora, el reformador y renovador espiritual en la vida de cada uno de nosotros. Ésta es la obra del Cristo, que siempre está comunicando la perfección espiritual a los corazones receptivos y sacando a la superficie todo error mortal y material, y destruyéndolo.
Hasta que todo impulso erróneo sea arrestado, la sociedad acaso necesite encarcelar a criminales y mantener prisiones, junto con sistemas de justicia penal que quizás tengan necesidad de reformas. Sin embargo, nuestras oraciones en la Ciencia Cristiana pueden alcanzar a estas instituciones. Las consecuencias pueden incluir una más rápida liberación de presos políticos en todo el mundo y de otras personas acusadas injustamente; un constante análisis de los motivos, especialmente en el uso de la pena capital, de las condenas o encarcelamientos excesivamente largos, y de la fijación de fianzas inapropiadamente elevadas; la creación de mejores medios para indemnizar de manera práctica a las víctimas del delito; una mayor disposición a estudiar y emplear programas de rehabilitación con modalidades de capacitación para el empleo, que se ajusten a los dictados de la realidad, así como regímenes de semilibertad, asesoramiento familiar y períodos de libertad bajo palabra con supervisión apropiada. La prensa diaria puede servir de índice de la eficacia de nuestras oraciones. Una reducción de la reincidencia tiene que ser uno de los frutos de nuestras oraciones.
En la actualidad, las cárceles son una institución a la que se pueden aplicar las palabras: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia”. Mateo 3:15. Pero si queremos que la humanidad esté realmente protegida contra la criminalidad, debemos perseverar en nuestros esfuerzos por entender y demostrar qué significa la verdad de que todos tenemos un solo Padre. Al aumentar esta comprensión, nos acercamos más los unos a los otros en amor. Y el Amor derrumba todas las murallas.
