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La protección contra la mentalidad criminal

Del número de agosto de 1980 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Puede que el adagio “las murallas de piedra no hacen una prisión” encierre un mensaje que va más allá de la interpretación tradicional, esto es, que hay una acción del pensamiento que no se puede encarcelar. Las murallas no pueden ni contener el pensamiento ni disminuir la influencia mental que ejercemos los unos sobre los otros. No se puede simplemente poner entre rejas a uno o a muchos individuos y, olvidándolos, sentirnos a salvo de la criminalidad. El pensamiento criminal no puede ser confinado tras las rejas de una cárcel. Forma parte de la atmósfera mental inherente a la mortalidad.

Uno de los beneficios de las prisiones es que protegen a los penados de los impulsos justicieros de una comunidad indignada. Una cárcel, en el decenio de 1790, tuvo por principal finalidad proteger al prisionero. En nuestros días se pone el acento en proteger a la sociedad de los transgresores de la ley. Sin embargo, si queremos tener instituciones que protejan tanto al delincuente como a su víctima, tendremos que concebir algo más eficaz que una cárcel.

La verdadera protección radica en nuestro reconocimiento espiritual de que, en realidad, todos tenemos el mismo origen. Si pensamos en dos clases de hombres — los buenos y los malos — sembramos las semillas de la violencia. Sin embargo, podemos razonar y actuar a base de un criterio más elevado y científico en el que nada existe que pueda violar la unidad de Dios y el hombre. Esto nos protege de violar los derechos de los demás.

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