La religión, como Cristo Jesús la enseñó, se basa en el Primer Mandamiento. Enseña que el único Dios, a quien debemos obedecer, es Amor divino, el Padre de todos, y demuestra que adorar a ese único, todopoderoso e infinito Dios, resulta en armonía y curación.
No hay otro camino para alcanzar la armonía celestial que no sea el de seguir esta regla de obediencia a Dios. No obstante, a través de los siglos han surgido cultos que pretenden mostrar una ruta más fácil que la que el cristianismo exige: la diaria fidelidad a la Deidad. A través de todas las épocas se han formado grupos, por lo general bajo la dirección de algún individuo persuasivo, sólo para desaparecer casi sin dejar vestigio — excepto una advertencia a la posteridad para que se cuide de tales efímeras empresas de las cuales, evidentemente, nada resulta sino sufrimiento.
“Por sus frutos los conoceréis” Mateo 7:16; fue como Cristo Jesús advirtió a sus discípulos contra los falsos profetas que habían de venir. Y esta manera de probarlos es todavía válida. Los frutos de la verdadera religión no sólo incluyen una mejor comprensión de Dios de parte de cada uno de sus adherentes, sino también su crecimiento espiritual individual, que se manifiesta en una creciente confianza en el bien, en satisfacción, independencia y en el desarrollo de cualidades cristianas. Tales frutos no pueden ser comprados o dados por una persona a otra. Sólo pueden obtenerse mediante la gracia de Dios, y aumentarse mediante el esfuerzo individual.
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