Vista metafísicamente, la integridad exige que nos veamos a nosotros mismos y a los demás desde el punto de vista de la Verdad, como ideas de Dios. Identificar al hombre como un mortal imperfecto, se opone a la ley divina. Dios, el Principio infinito, la única causa real, creó al hombre a Su imagen: bueno, recto y completo.
En realidad, este hombre perfecto describe a todos. A medida que veamos a nuestros semejantes bajo esta luz, los amaremos más, y podremos corregir cualquier condición discordante que se evidencie humanamente. Al reconocer en los demás la naturaleza espiritual y verdadera que es la evidencia del Cristo, y al negarnos a ver imperfecto a nuestro prójimo desde un punto de vista material, expresaremos un amor fraternal que trae regeneración espiritual y curación. Éste es el mensaje de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens).
La verdadera integridad, que emana de la Verdad y el Amor, nos capacita para vencer las distintas formas de odio e indiferencia. Cuando se corrige el pensamiento mortal erróneo por medio del entendimiento espiritual científico, probamos que la armonía es real y la discordancia irreal. Esta corrección científica restaura el cuerpo, une a los amigos, pacifica las situaciones difíciles y demuestra la omnipotencia y la omnipresencia del bien infinito. Cultiva el afecto desinteresado, que es tan importante en la curación.
Cuando estamos gobernados por el Principio divino, podemos ver al hombre como verdaderamente es: saludable, intacto, expresando la actividad correcta. Al saber que la falta de armonía no es legítima, que no tiene lugar en el universo de Dios, nos negamos a aceptar las falsas creencias de que el hombre puede estar lastimado, achacoso, decayendo o enfermo. Entendiendo que solamente el bien es verdadero, negamos el mal como ilegal y probamos que es irreal. Nuestro sentido más elevado de lo correcto reconoce que el hombre verdadero está libre de error, sin mancha y no contaminado por el mal.
Pero la integridad, fiel a la justicia, requiere que atribuyamos esta condición espiritual a todos, no solamente a nosotros mismos. No es cristianamente científico creer que nosotros estamos libres de error, pero que otro no lo está. La curación se obtiene cuando entendemos que la perfección es universal, porque en la Verdad no hay lugar para la discordancia. Esto nos permite también ayudar a nuestro prójimo en forma eficaz. Sin contemporizar con su problema, podemos darnos cuenta de su necesidad y aferrarnos con tierna paciencia a la verdad de su ser perfecto. Nuestra inflexible confianza en que la armonía es real, nos ayuda a despertarlo del sueño del sufrimiento.
La integridad honra solamente a un Ego, la Mente divina. Nos volvemos más humildes y pacientes a medida que expresamos este entendimiento acerca del único Ego en nuestra experiencia, demostrando dominio sin ser dominantes. Evitamos la presunción y la justificación propia cuando entendemos que esta cualidad del Cristo no se origina en nosotros. Es nuestra cuando comprendemos que el hombre es el reflejo de Dios.
El falso orgullo coloca a la integridad sobre una base material y egoísta y pretende que es una posesión personal del hombre mortal. Este egotismo, que sugiere una mente aparte de Dios, impide el amor fraternal. En lugar de corregir las dificultades, las crea. Nos hace vernos como santos y a los demás como pecadores.
Nuestro Maestro, Cristo Jesús, reprendía esta actitud de superioridad y llamó hipócritas a quienes la expresaban. Para ilustrar cómo la oración de cada uno revelaba su punto de vista individual, Jesús contó la parábola del fariseo y el publicano: “El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador”. Lucas 18:11–13; Jesús concluyó diciendo que el arrepentido publicano, que no condenaba a nadie, estaba más cerca de la salvación que el fariseo satisfecho de sí mismo, que se autoenaltecía y miraba desdeñosamente a los demás.
Nos es fácil ver el problema del fariseo en la parábola. Sería útil si pudiéramos ver nuestra propia experiencia diaria tan objetivamente. Tal vez podríamos preguntarnos: “¿Me veo como una persona justa, pero no veo así a los demás?” Si hacemos esto, aun en la forma más mínima, ¿acaso no estamos pensando como el orgulloso fariseo? Si le atribuimos a nuestro prójimo características que no se ajustan a la realidad, ¿no es nuestra propia integridad la que está en duda? Si nuestra pretensión de justicia no nos permite discernir el bien en los demás, no estamos realmente avanzando más allá del materialismo del fariseo. Y metafísicamente estamos tomando una posición insincera respecto a nuestro prójimo. De acuerdo con la Ciencia, nuestro concepto de él no es verdadero. “El eludir la Verdad, paraliza la integridad, y os arroja del pináculo”,Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 448; escribe Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana.
La integridad se mide en nuestra experiencia humana por los pensamientos que abrigamos. La oración del fariseo, que exponía sus pensamientos de justificación propia, revelaba una mente centrada en sí misma y limitada. Exponemos lo que pensamos en lo que decimos y hacemos. Esto es inevitable. Por ejemplo, la justificación propia distorsionará nuestro concepto de los demás, y nos daremos cuenta de que estamos condenando, criticando o murmurando. Si nos sentimos tentados a ponernos en el camino del progreso de otro, de proclamar sus faltas o de hacer que otros estén contra él, podemos estar seguros de que la voluntad propia, no la integridad, es lo que nos está motivando.
Cuando nos negamos a ser motivados por estas características de la mente mortal, podemos probar que la Vida, la Verdad y el Amor están presentes y gobernando al hombre. Al reemplazar conceptos degradantes acerca de nuestro prójimo con la caridad, el perdón, la generosidad, demostramos un tierno afecto que une más a las personas en amor fraternal. Insistir sobre el hecho de que hay una sola Mente, Dios, ayuda a destruir la mentira de que hay muchas mentes y a sanar el egoísmo que limita nuestro progreso.
Hoy en día hay una gran necesidad de expresar más integridad en los negocios. Desear que todos sean tan honrados como creemos que somos nosotros es inadecuado. Este fariseísmo no sana, porque es en sí mismo una negación de la integridad. Para que nuestros esfuerzos sean verdaderamente sinceros y expresemos algún bien, tenemos que saber que, en realidad, nadie carece de integridad.
Podemos buscar y esperar ver esta cualidad manifestada en todas las personas con quienes tratamos. Podemos ser veraces y dignos de confianza y entonces atribuir la misma bondad a los demás a medida que los identificamos como ideas divinas. Sabiendo que la irresponsabilidad y el engaño son falsas creencias de la mente mortal, podemos detectar rápidamente estos errores, y entonces, al negarlos, los destruimos.
Al ver la verdadera naturaleza del hombre como digna de confianza y leal, no aceptaremos las imperfecciones de carácter como reales en nuestros semejantes. Al reemplazar nuestro concepto material del hombre por el espiritual, contribuiremos a destruir la falta de integridad y el engaño, y haremos más para ayudar a establecer prácticas y valores más elevados en los negocios. Cuando elevamos nuestro concepto del hombre hacia lo inmortal, sin excluir a nadie, podemos mejorar las condiciones. Cuando incluimos en nuestra vida el amor fraternal que manifiesta nuestra integridad, sanamos, en cierta medida, la creencia tan difundida de que la integridad no tiene lugar en los negocios.
La verdadera integridad promueve el amor fraternal, y hace que no nos neguemos a dar. La integridad incluye el deseo de ayudar a los demás; de denunciar el error si es necesario denunciarlo, pero siempre viéndolo como debe vérsele. En lugar de señalar con el dedo a quien tropieza y cae, la integridad va hacia él con compasión y le ayuda a levantarse. Pero este afecto bondadoso no soporta o excusa el error; no ignora o disfraza los errores, negándose a reconocer un problema. Separa el mal del hombre, niega y destruye la falsa pretensión y afirma la perfección, compleción y pureza del hombre verdadero en la Mente divina. El resultado es la curación.
La sabiduría de los Proverbios declara: “La integridad de los rectos los encaminará”. Prov. 11:3. A medida que reflejemos esta cualidad, amaremos más. Apreciaremos el bien en cada individuo. Honraremos sus cualidades a la semejanza del Cristo. Nuestra humildad reconocerá la perfección de la Verdad, perfección que lo abarca todo; no excluirá a nadie de la bondad de Dios. La irrealidad del mal se hará más evidente. Percibiremos más firmemente la totalidad de Dios, Su bondad infinita. Y nuestra vida será más armoniosa.
Amaos los unos a los otros
con amor fraternal;
en cuanto a honra,
prefiriéndoos los unos a los otros.
Romanos 12:10