Mientras estaba felizmente empleada en uno de los hogares residenciales para Científicos Cristianos, de pronto comencé a sentir dolores agudos en los tobillos y talones. No sé cómo se llamaría la condición porque nunca fue diagnosticada. Con la amable ayuda que recibí en diferentes ocasiones de practicistas de la Ciencia Cristiana y de otros fieles amigos, sané en más o menos cuatro meses.
Una de las primeras cosas que percibí fue que no obstante el haber ayudado a muchas personas a valerse de las bendiciones de la Ciencia Cristiana, yo, sin embargo, no había orado diaria y eficazmente por mí. En el Manual de La Iglesia Madre la Sra. Eddy nos advierte (Art. VIII, Sec. 6): “Será deber de todo miembro de esta Iglesia defenderse a diario de toda sugestión mental agresiva, y no dejarse inducir a olvido o negligencia en cuanto a su deber para con Dios, para con su Guía y para con la humanidad. Por sus obras será juzgado, — y justificado o condenado”.
También tuve que vencer el orgullo, la vanidad y la obstinación. En Hebreos leemos que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (4:12). Durante este tiempo gané un deseo más humilde de entender al mundo en su verdadera luz, de comprenderlo como una compuesta idea del Espíritu divino, y no como un mundo material compuesto de millones de mortales. Varios artículos en nuestras publicaciones periódicas me ayudaron a sentir que “tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna” (Santiago 1:4).
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