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El discípulo y su educación

Del número de junio de 1981 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En tanto que las escuelas son el denominador común para padres, estudiantes y maestros, lamentablemente esto no siempre significa que tengan en común la educación. El fracaso de mucho de lo que llamamos educación convulsiona a sociedades enteras. Con frecuencia me he preguntado si las instituciones de enseñanza y el personal docente estarán realmente inculcando mejores valores morales o si estarán perpetuando un modo de pensar materialista. Por otra parte, un profesor puede argumentar que la culpa por la mayoría de las tendencias negativas en la sociedad recae en la familia. El tiempo que se emplea en determinar quién es el culpable podría emplearse con mayor provecho en buscar un sentido más espiritual de la educación, en ver que procede de la Mente y que, por consiguiente, está gobernada por Dios.

Quizás una experiencia que tuve con un profesor en mis años universitarios sirva para ilustrar un enfoque espiritual hacia la educación. Me matriculé en un curso de análisis bíblico cuando estaba en primer año y, como estudiante de la Biblia, me sentía bien preparado para el curso. En el primer examen saqué una nota muy mala y esto constituyó para mí un terrible revés. Me parecía que el profesor había sido injusto al leer y calificar mi examen arbitrariamente. Empezó a enfadarme la personalidad del profesor; cada día aborrecía más sus puntos de vista sobre la Biblia y hasta me molestaba el hecho de que tantos de mis compañeros se sintieran a gusto con él. Estos sentimientos estaban agravando el problema e iban en detrimento de mi posibilidad de aprender en el curso. Me di cuenta de que era hora de empezar un tratamiento en la Ciencia Cristiana.

Recurrí a Dios para ver que la Mente, y no un cerebro material, era la fuente de mi inteligencia, y para poder entender que la libre expresión de la inteligencia divina es la prerrogativa espiritual del hombre, como reflejo de Dios. Sentí que al orar de esta manera estaba obedeciendo el mandato de San Pablo: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. Filip. 2:5. Mi rendimiento en el curso mejoró. Sin embargo, la lucha con la personalidad de mi profesor y su manera de encarar el estudio de la Biblia persistía.

Una frase en especial de Ciencia y Salud fue importante en el trabajo de oración que hice. La Sra. Eddy escribe: “La Mente manifiesta todo lo que existe en la infinitud de la Verdad. No sabemos más acerca del hombre como la verdadera imagen y semejanza divina de lo que sabemos de Dios”.Ciencia y Salud, pág. 258. Fui comprendiendo más y más que hay un orden — lo que podríamos llamar una disciplina espiritual — inherente a la creación de Dios. Vi que esta disciplina espiritual era la raíz de toda actividad, incluyendo la del estudio de una disciplina académica. La disciplina espiritual no es una imposición sino la naturaleza misma de la auto expresión ordenada de la Mente.

Se hizo evidente que esta verdad espiritual tenía que incluir a todos. Tenía que ver al profesor, a los otros estudiantes y hasta el estudio académico, como el reflejo de la única Mente, porque la Mente es la única fuente de la disciplina y de la inteligencia en la educación. Percibí que esta verdad imparte un sentido natural de disciplina al proceso educativo. Fue una gran alegría contemplar la enseñanza bajo esta nueva luz universal y espiritual. Mis problemas en un curso específico perdieron importancia. Estaba aprendiendo que la educación, vista bajo una luz espiritual, no es arbitraria, confusa ni egocéntrica; podemos verla como un resultado adicional del ser de Dios manifestándose sin esfuerzo, puesto que la Mente es Todo-en-todo.

La curación se llevó a cabo rápidamente y fue completa. Mi examen final subió el promedio de mi nota en el curso a “muy bueno”. En los dos semestres siguientes hice un curso con el mismo profesor y mis notas fueron las más altas: “excelente”. En el otro semestre el profesor me permitió participar en un seminario de nivel avanzado; también me pidió que fuera su ayudante, y se desarrolló entre nosotros una afinidad muy provechosa para ambos. El gozo culminante se produjo cuando un día se dirigió a mí en clase, después de haber él tenido dificultades al tratar de explicar un punto sobre la metafísica de los musulmanes. Me dijo: “Todd, tú con tus antecedentes religiosos podrías explicar esto mucho mejor que yo. ¿Quieres hacerlo?” Con el transcurso del tiempo, mi estudio académico sobre religión fue cada vez más iluminador y fructífero.

Durante esos mismos semestres, una estudiante me pidió que la orientara sobre cómo preparar comentarios y exámenes escritos plausibles a nuestro profesor. Me di cuenta de que podía ayudarla haciéndole ver la trampa que presenta el tratar de complacer la personalidad, no solamente para el rendimiento en un curso determinado, sino para todo el enfoque del estudio académico. Ella también comenzó a comprender que su educación estaba libre de las restricciones de la personalidad y su manera de pensar fue mucho más creativa en sus estudios. Este incidente ilustró para mí la declaración de la Sra. Eddy que encontramos en Ciencia y Salud: “En la relación científica entre Dios y el hombre, descubrimos que todo cuanto bendice a uno bendice a todos, según lo demostró Jesús con los panes y los peces, — siendo el Espíritu, no la materia, la fuente de la provisión”.Ibid., pág. 206.

Una sentido espiritual de lo que realmente constituye la educación continuará desafiando a las hipótesis materiales y a las limitaciones que tan a menudo confundimos con la educación, en todos los niveles de estudios. La educación genuina se deriva de ser discípulo de Dios. Padres, estudiantes y maestros, todos, pueden compartir esta educación.

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