Hace algunos años perdí a una amiga muy querida y a dos conocidos a quien apreciaba. En cada caso, la causa del fallecimiento fue diagnosticada como cáncer. Los síntomas y el sufrimiento asociados con esta enfermedad se arraigaron en mi pensamiento. Es más, el temor latente a esta enfermedad era tan profundo que cuando me di cuenta de que tenía un tumor interno en el cuerpo me sentí aterrada y casi sufrí un ataque de nervios.
Me consideraba una Científica Cristiana leal, un miembro muy activo de la iglesia, y quería apoyarme en la Ciencia Cristiana para mi curación. Pero lo serio de esta situación me alarmó de tal manera que empecé a temer que mi familia fuese a insistir en que me sometiera a tratamiento médico. Literalmente, temblaba de miedo, ante la dramatización estilo Hollywood, que me presentaba la mente mortal: el cuadro de una madre abnegada muriendo valientemente y dejando a sus hijos pequeños.
Fue una practicista de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), quien mediante su convicción espiritual y su alentadora percepción del Cristo, me convenció que yo no tenía por qué morir; y fue mi madre quien cariñosamente me instó a que leyera otra vez la profunda obra de Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, con una actitud “solamente de agradecimiento de que esta era la verdad”.
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