Cuando leemos la historia del hijo pródigo
(tal vez la más querida de las parábolas),
sabemos que su desenlace es feliz, y nos regocijamos.
Mas del camino que tomó y de lo que le aconteció,
nada sabemos: el relato silencioso es.
Tal vez le llevó mucho tiempo en llegar
y, al contar sus lentos pasos, se descorazonó;
tal vez equivocó el camino y, laboriosamente,
tuvo que desandar lo andado;
tal vez — sintiendo la tentación de retroceder,
temiendo a lo desconocido más que a lo que le era familiar,
considerándose indigno de ser llamado “hijo”—
dudó si recibiría al final el amor y perdón de su padre.
El sendero no debe de haber sido ni llano ni fácil,
mas él siguió adelante.
Y cuando aún estaba lejos,
lo vio su padre.
El padre vio al hijo
antes que el hijo viera al padre,
antes que se viera a sí mismo
como realmente era,
como siempre había sido:
como el hijo bien amado:
Y los que, al igual que ese hijo errado,
hemos emprendido el viaje a nuestro hogar celestial
y nos sentimos todavía muy lejos de él,
¡Animémonos! Esta historia es la nuestra.
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