Me enteré de la Ciencia Cristiana en 1950. En ese tiempo un amigo me dio un ejemplar de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, prometiéndome que si yo devoraba este mensaje sanador, el libro podía cambiar mi vida. Estuvo en lo cierto. Finalmente lo hizo, pero no hasta que una falsa y obstinada actitud fue completamente desarraigada.
Al principio, leí el libro ávidamente. Pero sin saberlo, bebí solamente la letra de esta obra, desatendiendo el espíritu del Principio divino, el Amor, el cual impregna las enseñanzas de este extraordinario libro de texto. Con la ayuda de practicistas de la Ciencia Cristiana en diferentes ocasiones, recibí muchas pruebas de que la Ciencia Cristiana verdaderamente cura. Sin embargo, mis propias oraciones para sanar parecían ser infructuosas, porque aún no había yo practicado, ni había en efecto, aprendido “la parte vital” de la Ciencia. La Sra. Eddy nos dice en (Ciencia y Salud, pág. 113): “La parte vital, el corazón y el alma de la Ciencia Cristiana, es el Amor”.
Como no estaba firmemente arraigado en el espíritu de la Palabra, gradualmente comencé a perder interés en la Ciencia. El estudio diario de la Lección Bíblica en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, se volvió una tarea ritualista más que un medio de obtener inspiración y revelación espiritual, y frecuentemente lo posponía. A menudo cuando estudiaba esta lección tenía la idea de que ya había oído todo esto antes. Pronto, movido por una serie de sucesos, me retiré totalmente de la Ciencia Cristiana. Después fui de una iglesia a otra, tratando en vano de captar un elemento de verdad; pero ninguna me satisfizo.
Mediante mi participación en otras actividades, muy pronto me volví un asiduo bebedor en reuniones sociales, y al cabo de dos años era un alcohólico. Durante una noche de borrachera, me llevaron preso por perturbar la paz. A la mañana siguiente me sentía muy arrepentido, pues era muy respetado entre la gente de la localidad. En un momento de desesperación tomé la resolución de no poner más en vergüenza a aquellos que me apreciaban. Sin ningún equipaje ni identificación, viajé alguna distancia en un ómnibus mientras planeaba quitarme la vida. Cuando me bajé, un hombre notó mi angustia y me habló. Él no sabía nada acerca de lo que yo pensaba hacer, no obstante, me habló de la vida en general desde un punto de vista sano. No sé si él era Científico Cristiano, pero lo que me dijo me hizo reconocer que el suicidio era algo sin sentido y cobarde. Volví a casa y por primera vez en muchos años, comencé a reflexionar sobre algunas de las declaraciones de la verdad que había leído años atrás en Ciencia y Salud. Animado por un amigo íntimo, reanudé el estudio de las Lecciones Bíblicas, aunque al principio mis esfuerzos eran esporádicos. Continué bebiendo, pero tenía un deseo creciente de estar libre del vicio.
Una mañana, después de haber estado bebiendo bastante la noche anterior, un amigo me dijo que debería elegir entre la Ciencia Cristiana y el alcohol. Luchando con el deseo de tomar la botella de vodka que alcanzaría con sólo estirar el brazo, oré en voz alta: “Querido Padre, múestrame qué hacer”. La hermosa respuesta vino en las palabras de Ciencia y Salud: “El curso que verdaderamente debiera seguirse es destruir al enemigo, y dejar el campo a Dios”. [ La frase completa dice (pág. 419): “El curso que verdaderamente debiera seguirse es destruir al enemigo, y dejar el campo a Dios, la Vida, la Verdad y el Amor, recordando que sólo Dios y sus ideas son reales y armoniosos”.] En aquel momento supe que mi enemigo era el licor, y sin titubeos me incorporé de un salto y vacié por el resumidero hasta la última gota que había en la casa. Entonces me dije: “Querido Dios, ¿qué hago ahora?” El siguiente paso fue claro: llamar a una practicista de la Ciencia Cristiana.
Me comuniqué por teléfono con una practicista, y mi historia simplemente brotaba de mis labios al decirle acerca de los años de tormento y frustración. Su respuesta fue amable y tranquilizadora, y me reconfortó relatando la parábola de Cristo Jesús sobre el hijo pródigo. Fue hermoso recordar cómo el padre se regocijó por el retorno del hijo descarriado y consoló al hijo mayor diciendo (Lucas 15:31): “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”. En esos preciosos momentos me sentí bañado por el Amor divino. El mesmerismo del vicio fue destruido, y perdí para siempre todo deseo por el alcohol. Sentimientos de odio también se derritieron como la nieve bajo el calor del sol. Súbitamente las Escrituras y nuestro amado libro de texto, cuyas enseñanzas me habían parecido anteriormente mera teoría, cobraron un vivo significado.
Desde ese día mi vida ha sido bendecida por el progreso en todo sentido. Dios seguramente me ha restituido “los años que comió la... langosta” (Joel 2:25). Y por cierto que he aprendido tremendas lecciones espirituales, especialmente la sabiduría de la admonición de la Sra. Eddy (Ciencia y Salud, pág. 451): “Los discípulos de la Ciencia Cristiana que empiezan con su letra y piensan tener buen resultado sin el espíritu, o bien naufragarán en su fe o se desviarán lastimosamente del buen camino”. ¡Qué maravillosa manifestación de Verdad!
Princeton, Nueva Jersey, E.U.A.