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“No soy de este mundo”

[Original en español]

Del número de agosto de 1982 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Es probable que muchos de nosotros nos preguntemos, ¿qué o quién soy yo? Esta pregunta es difícil de contestar, especialmente si se considera sólo la personalidad humana. Pero, en cambio, si profundizamos en el tema, buscando algo más que lo que se puede percibir con los sentidos físicos, podremos descubrir la única identidad verdadera del hombre. Para ello debemos recurrir a la autoridad de la Biblia, donde se lee que el hombre ha sido hecho por Dios, espiritualmente (ver Génesis 1:26 y 27). En otras palabras, nuestro verdadero ser ha sido formado por el Espíritu y es, por lo tanto, una emanación del Espíritu divino.

Al volvernos conscientes de nuestro origen espiritual, descubrimos nuestra unidad con Dios. Este estado de consciencia no se logra sólo por medio del intelecto. La dedicación, inspiración y revelación también son necesarias. La luz de la Verdad actúa en el pensamiento individual, conduciendo de las tinieblas del punto de vista mortal a la brillantez del entendimiento, es decir, a los hechos espirituales.

Una experiencia que tuve hace un tiempo fue una gran enseñanza. El error se presentó como una dolorosa y aguda infección renal. Al principio oré y leí de la Biblia; también leí del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy. Traté de mantener mi pensamiento en lo verdadero, negando la enfermedad y todos sus síntomas. Pero a ratos perdía el conocimiento. En un momento de lucidez recordé claramente una declaración de Cristo Jesús mencionada en el evangelio según San Juan: “Yo no soy de este mundo”. Juan 8:23.

Esto tuvo mucho impacto pues me hizo recordar mi origen espiritual como hija de Dios. Me aferré a ese pequeño entendimiento que estaba alboreando en mi consciencia. Fui comprendiendo gradualmente con seguridad que yo no pertenecía a este mundo que se ve materialmente, sino que mi verdadero ser como el hombre creado por Dios era espiritual, puro, invariable, sin ninguna relación de dependencia con lo material y sus supuestas influencias o poderes.

Afirmé que mi existencia no era material, que era armoniosa y estable porque mi origen era exclusivamente espiritual, no “de este mundo”, y que vivía y seguiría viviendo indefinidamente en el reino de la perfección espiritual. También establecí en el pensamiento que toda acción es completa y suficiente, siempre expresando el todo-poder de Dios.

Después rechacé la posibilidad de que elemento alguno procedente del supuesto mundo físico pudiera perjudicarme, infectarme, producirme dolor, o causarme deterioro. Nada podría alterar el funcionamiento de mi verdadero ser. Negué que la materia tiene inteligencia, como también negué que la sustancia y vida materiales tienen realidad.

Finalmente, empecé a comprender que no me encontraba ante dos fuerzas opuestas luchando entre sí, sino que todo era Espíritu, el único poder. Por consiguiente, yo y todo lo que me rodeaba era espiritual, bueno y permanente. Establecí también en mi consciencia que yo era el ser creado por Dios en perfección, Su reflejo completo. Sobre esta base podía reclamar mi dominio sobre toda supuesta condición física o restrictiva.

En la medida que persistí en reflexionar sobre estos puntos, fui perfeccionando mi estado de consciencia. Poco a poco me fue invadiendo una sensación de confianza y paz. Sentí algo como el afecto dulce y suave de una madre cuidando de mí. Es difícil describir con palabras lo que experimenté y capté, pero estoy segura de que al vislumbrar mi linaje espiritual, percibí el amor maternal de Dios, que me rodeaba y sostenía. No me sentí abandonada. Por lo contrario, sentí el tierno gozo de estar a solas con la idea de la maternidad de Dios. Eso me dio seguridad y fuerzas renovadas como nunca antes había sentido.

Paulatinamente el dolor fue desapareciendo. Los demás síntomas de la enfermedad se desvanecieron también; pero ese cálido amor de mi Madre, Dios, permaneció en lo íntimo de mi consciencia como la radiante luz del mediodía. A la mañana siguiente desperté sana, libre y feliz. Sabía con mayor seguridad que mi identidad era la del hombre espiritual, independiente de los sentidos físicos, y ese conocimiento me había permitido percibir algo de la naturaleza doblemente amorosa de mi Padre-Madre Dios, el Amor divino.

Todo pensamiento que se base en una existencia material ignora o rechaza la estirpe superior del ser. Rechaza la naturaleza espiritual y verdadera del hombre, que “no [es] de este mundo [físico]”. Creer en un mundo material es negar la supremacía e infinitud de Dios. Tal creencia es un mito que quisiera empañar la verdad de la creación por el Espíritu.

Una avaluación justa y real de la esencia del hombre, cuyo origen es espiritual, pues es el vástago de su Padre-Madre Dios, coloca al pensador en el lugar correcto para apreciar el vínculo del hombre con el Amor divino. Refiriéndose a Dios, la Sra. Eddy, escribe: “... Él es el único pariente verdadero del hombre en la tierra y en el cielo”.Escritos Misceláneos, pág. 151.

Finalmente tenemos que demostrar que nada de este hipotético mundo material nos afecta; nuestro universo es espiritual, y refleja invariable y eternamente las cualidades de nuestro Padre-Madre, el Amor.


El que se une al Señor,
un espíritu es con él.

1 Corintios 6:17


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