Después de diez y ocho años de lo que yo había considerado un matrimonio feliz, mi esposo me informó que ya no me amaba y que deseaba disolver nuestro matrimonio. Esto fue para mí un choque terrible, y no podía creer que él hablaba en serio. Hice todo lo humanamente posible para convencerlo de que se quedara conmigo, pero no quiso cambiar su decisión.
Una vez sola, me sentí desamparada. Mi esposo y yo con frecuencia habíamos hablado de todos los lugares que visitaríamos y de las cosas que haríamos después que nuestra hija y nuestro hijo hubiesen terminado sus estudios en la escuela secundaria. Ahora parecía como si hubiera sido privada de todas mis esperanzas, planes, y de mi seguridad. Sentí que me hundía en la depresión, y luché por liberarme de los problemas a que me enfrentaba.
Me comuniqué con una practicista de la Ciencia Cristiana en una ciudad que estaba a 240 kilómetros de distancia y le pedí su apoyo. ¡Cuánta gratitud siento por la paciencia, percepción y amor de esta practicista! Durante más de un año sostuve conversaciones telefónicas a diario con ella. A veces el temor me impulsaba a llamarla dos y tres veces durante el día y la noche.
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