Y he aquí que los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia (Mateo 3:16, 17).
He aquí una sencilla pero magnífica declaración del amor del Padre por el Cristo, la naturaleza verdadera del hombre que Jesús reveló. Según la Biblia, en ese momento de su carrera, el Maestro estaba todavía preparándose para la gran obra del ministerio que le había sido encomendado: sanar, redimir y alimentar a las multitudes de corazones que tienen hambre de obtener una certeza más profunda de la presencia de Dios.
El Salvador había venido para dar evidencia perfecta de la capacidad infinita del Amor divino para responder a las grandes necesidades de la humanidad. Su advenimiento no tiene paralelo; nadie ha entrado jamás a la escena humana de igual manera ni con una promesa tan especial y sagrada. Él ciertamente era el ungido de Dios.
No obstante, Dios, quien es Mente infinita, Espíritu infinito, no es en modo alguno una deidad antropomórfica, sentada en los cielos contemplando un desfile de mortalidad acá abajo y luego decidiendo qué acciones humanas merecen o no complacencia especial. El panorama mortal es irreal e ilusorio. Dios sólo conoce Su perfecta expresión: el hombre y el universo, enteramente espirituales, permanentemente buenos.
En términos humanos, con el objeto de describir el afectuoso cuidado que Dios tiene para con nosotros, podemos referirnos algunas veces a Su “complacencia divina”; pero de hecho, Dios tiene únicamente “complacencia” en Su propia manifestación, en Su reflejo espiritual. Y esto es lo que la verdadera identidad de Cristo Jesús realmente representaba: la naturaleza del Espíritu y la actividad de la Verdad divina impartiendo la idea del ser inmortal.
Aunque el hecho absoluto es que Dios no conoce otra cosa que Su propia creación espiritual, esto no nos releva de la responsabilidad de demostrar, en el grado más alto posible y justamente donde estamos, la norma esencial de la bondad espiritual: comprobar la realidad suprema de que el reino sagrado de Dios es el único reino. Cristo Jesús es nuestro Mostrador del camino, y la necesidad de que nos esforcemos por vivir como él enseñó continúa existiendo.
La obra de Jesús puso en claro el conocimiento que él tenía del Antiguo Testamento hasta en los más mínimos detalles. Conocía sus palabras, su historia y poesía, sus ilustraciones, sus leyes y mandamientos, su significado espiritual y sus aplicaciones prácticas. Hizo uso de estas ricas fuentes a lo largo de su carrera. Con verdades espirituales, Jesús rechazó las tentaciones del demonio, silenció los argumentos de los fariseos y señaló una base autorizada para la curación espiritual.
Según la historia de su ministerio, las Escrituras eran como alimento para Jesús. El Evangelio según San Lucas indica que incluso antes de llegar a ser adulto “el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él”. Y luego leemos un relato sobre Jesús cuando tenía doce años y conversaba con los doctores de la ley en el templo: “Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas”. La narrativa del evangelio prosigue: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”. Lucas 2:40, 47, 52.
La mayoría de nosotros probablemente hayamos anhelado en algún momento seguir más de cerca el ejemplo del Maestro: demostrar individualmente en forma más completa que somos hijos de Dios. A uno le puede parecer que en cierta manera se ha quedado corto o que simplemente no está a la altura espiritual de santidad y pureza que se esperaba de uno. Por lo tanto, uno anhela vivir incluido en el Amor divino. Pero el tierno afecto del cuidado de Dios siempre está presente y disponible, y descubrimos que esto es así cuando dejamos de buscar satisfacción o realidad en la materia.
Al orar, escuchar y hacer esfuerzos por llevar a cabo inquebrantablemente la voluntad de Dios y por manifestar constantemente Su bondad, igual que lo hizo Jesús, llegamos a comprender que ésta es la única manera en que puede lograrse satisfacción real y duradera. En Ciencia y Salud la Sra. Eddy observa lo siguiente: “Las dolorosas experiencias que resultan de la creencia en la supuesta vida de la materia, así como nuestros desengaños e incesantes angustias, hacen que vayamos, cual niños cansados, a los brazos del Amor divino. Entonces empezamos a conocer la Vida en la Ciencia divina. Sin ese procedimiento de deshabituación, ‘¿Descubrirás tú los secretos de Dios?’ ” Ciencia y Salud, pág. 322.
Es en la búsqueda, y después en un esfuerzo sincero por traer esa bendición a otros, que nosotros también empezamos a aprender y a demostrar lo que el hombre verdaderamente es como el fruto perfecto de la Mente divina. Y a medida que nos dedicamos a hacer lo que Dios requiere de Su propia pura expresión, comprendemos más completamente la unidad del hombre con el Padre, una relación que es indivisible, permanente. En esto consiste nuestra seguridad, nuestro gozo y paz totales.
¿Cuáles son algunas de las cosas específicas que podemos hacer ahora para reconocer más plenamente la voluntad de Dios y demostrar la identidad del hombre como Su reflejo espiritual? Una de ellas tiene que ver con nuestro culto a Dios y la forma en que se manifiesta. Si nuestro culto es superficial, meramente un ritual que se lleva a cabo semanalmente sin pensar mucho en ello, y limitado a símbolos y ceremonias materiales, no será permanentemente satisfactorio y será de poco beneficio para la humanidad. El culto a Dios debe ser continuo, no fragmentado. Nuestro culto (los domingos, miércoles, durante todos los días y momentos de nuestra vida) puede ser tan espontáneo, libre e inspirador, que constante y progresivamente eleve el pensamiento sacándolo de falsos conceptos mortales hacia una visión de la realidad, la cual es ilimitada en su bondad y belleza espirituales. Y nuestro reconocimiento de la realidad puede incluir a todo el mundo; nadie se queda fuera. Podemos estar seguros del amor universal de Dios.
Otro paso esencial hacia la comprensión del sagrado propósito que Dios tiene para el hombre, viene mediante nuestros esfuerzos por dejar de pecar. A medida que luchamos con las falsas creencias de que la vida es material, de que en cierta manera estamos separados de Dios, de que lo físico representa lo que es valioso y esencial para nuestra experiencia, empezamos a derribar la fachada de la mentira, o ilusión, de la supuesta razón de ser del pecado. El pecado no obtiene ningún placer verdadero y no se origina en Dios. Ver que la vida es enteramente espiritual, esforzarse por poner todo pensamiento y acción de acuerdo con esta verdad, no tener otros dioses delante del único Dios, comprender que el Espíritu divino jamás estableció en el hombre la capacidad o el deseo de pecar, todo esto ayuda a desarraigar el pecado. Encontramos liberación y bendecimos a la humanidad del mismo modo en que somos bendecidos por Dios.
También podemos sanar. Se espera de nosotros que sanemos, que nos sanemos a nosotros mismos y que sanemos a otros. Nuevamente, Cristo Jesús es el ejemplo. Los libros de texto usados en la Ciencia Cristiana, la Biblia y Ciencia y Salud, presentan las reglas científicas y leyes espirituales a seguir para tener éxito en la curación; y la curación está de acuerdo con la voluntad de Dios porque es una manifestación activa del Cristo, la Verdad. Siempre que la curación se efectúa mediante nuestra obediencia a la ley divina, estamos presenciando el deleite de Dios en Su perfecta creación.
Cristo Jesús, consciente de su verdadero origen y propósito, declaró: “El que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”. Juan 8:29. Éstas pueden ser nuestras metas: comprender y demostrar el origen y propósito espirituales del hombre a medida que adoremos a Dios sincera y honradamente, que dejemos de pecar, que sanemos mediante la oración, y que nos esforcemos siempre por hacer la voluntad de nuestro Padre. Y al hacerlo, no sentiremos que estamos solos o que no somos dignos. Dios tiene “complacencia” en Sus amados hijos, Su perfecto reflejo.