La victoria más grande que una persona puede lograr es la victoria sobre la identidad mortal. Esta conquista no consiste en renunciar a nuestra identidad real sino en renunciar a un concepto material y personal del yo y de su justificación propia.
Debido a la capacidad aparentemente ilimitada de la identidad mortal para justificarse a sí misma, no es fácil detectar los pensamientos egocéntricos y egoístas. El orgullo, la vanidad, la arrogancia, la envidia y el egoísmo se presentan como nuestros propios pensamientos que ordenamos y justificamos nosotros mismos. Por consiguiente, en la batalla que libramos para vencer la justificación propia, la oportuna reconvención por parte de otras personas puede ayudarnos a discernir los pensamientos que tenemos que rechazar y las actitudes que debemos abandonar. La Sra. Eddy escribe: “Durante muchos años la autora se ha sentido muy agradecida por reprensiones merecidas”.Ciencia y Salud, pág. 9.
En consecuencia, toda reprensión que recibamos no debería contestarse inmediatamente con la justificación propia. En vez, deberíamos hacer una autocrítica honesta para saber en qué dirección la reprensión tiene algo de verdad. Todo lo que sea legítimo en la reprensión o en la crítica identifica una falsa pretensión de identidad mortal, que no pertenece a nuestra identidad real espiritual. Conociéndonos a nosotros mismos y con un entendimiento a la manera del Cristo de que la identidad espiritual del hombre es la expresión de Dios, podemos, entonces, encarar las falsas pretensiones y vencerlas.
Aun cuando la reprensión recibida de otra persona sea muy exagerada, puede haber algo en esa reprensión que nos ayude en cierta medida en nuestros esfuerzos para vencer la justificación propia. Si la censura que se nos hace es completamente injustificada, no tenemos que sentirnos ofendidos, porque si realmente no ha sido dirigida hacia un defecto genuino, entonces básicamente es otro falso concepto acerca de nosotros. Sólo cuando dejemos de sentirnos ofendidos o resentidos, nos daremos cuenta de que es práctico corregir ese falso concepto.
En cuanto a esto, nuestra propia actitud hacia los demás debiera ser condenar el pecado pero no a la persona. Justifiquemos la identidad real de toda persona pero no la falsificación mortal. Debemos separar el error y el mal de nuestro concepto acerca del hombre. Cristo Jesús expresó: “Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido”. Mateo 7:2. Si vemos a otra persona como un hombre mortal y pecador, ¿acaso no nos ponemos a nosotros mismos bajo la misma clasificación y condenación? Mas si logramos ver más allá de la evidencia de un mortal justificándose a sí mismo, estaremos más capacitados para reconocer nuestra propia identidad espiritual.
Aprendamos a reconocer la fuente del bien en la actitud de los demás. Todo el bien verdadero expresado es el reflejo de Dios. El hombre es siempre la expresión del bien, no el creador del bien. Cuando alguien le dijo a Jesús “Maestro bueno”, Jesús contestó: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios”. Mateo 19:17.
Deberíamos procurar que todo lo que hagamos sea para glorificar a Dios. El hacer algo para aumentar nuestra reputación personal como “una buena persona” es sucumbir a otro ardid de la justificación propia. Si alguien nos elogia, ello no debería tentarnos a creer que podemos realizar algo bueno independientemente de Dios. Como Pablo escribe: “No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios”. 2 Cor. 3:5.
En la Segunda Guerra Mundial una experiencia que tuve me demostró cómo la sutileza de la justificación propia influye al pensamiento. Estaba destacado en el frente. Sentía que esto era injusto ya que si todos pensaran como yo, no habría guerras. (Y aquellos cuyos pensamientos habían provocado la guerra, probablemente no estaban en el frente.)
Tenía entonces una edición de bolsillo de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy. Siempre que podía elegía una frase y trataba de recordar y meditar sobre alguna verdad. Fue entonces que claramente me di cuenta de que debía vencer la justificación propia y el resentimiento. Me llevó tres meses completos antes de que honestamente pudiera decir que no abrigaba ningún resentimiento. Ya no traté de justificarme por guardar resentimiento por la situación injusta en que me encontraba.
Entonces, cierto día tuve una maravillosa visión de la eterna presencia de Dios. Estaba dispuesto a quedarme en cualquier parte donde Dios quisiera que estuviese, pues Él estaría conmigo allí. Dejé de planear lo que pensaba que sucedería. Estaba totalmente dispuesto a hacer lo que Dios quisiera que yo hiciese y a servir a Dios bajo cualquier circunstancia.
Dos días después, súbitamente fui asignado a un destacamento de intérpretes lejos del frente. Fue así que no tuve que soportar las crueldades de la guerra.
Algunas veces la justificación propia parece legítima. Mas si nos sometemos a ella, estamos admitiendo la realidad de alguna forma de error. Y aunque el error no es real, adquiere cariz de realidad mediante nuestro consentimiento ya sea por temor, resentimiento o justificación propia.
En la verdad absoluta, el hombre es la expresión de Dios, lo máximo del bien. Él está libre de culpa, es inocente, íntegro y puro. Ésta es la idea verdadera del hombre como el hijo de Dios, que Jesús expresaba tan perfectamente.
Reclamar nuestra filiación con Dios — nuestra verdadera identidad como se explica en la Ciencia Cristiana — no es justificación propia. La verdad y el bien expresados se justifican por sí mismos. A medida que comprendemos nuestra verdadera relación con Dios, la tentación de justificar una identidad personal, separada de Dios, finalmente se desvanece a la luz del amanecer del hombre verdadero.