He pasado la mayor parte de mi vida en colegios. Primero como estudiante y después como profesor. Y mucho de lo que he aprendido sobre Ciencia Cristiana ha sido como resultado de pruebas y experiencias que son parte de la vida académica.
Lo que he aprendido con más claridad es que para un Científico Cristiano, la excelente actuación académica no tiene necesariamente que ver con la intelectualidad humana.
Esto fue una sorpresa bastante desagradable cuando se me ocurrió por primera vez. Después de todo, había pasado años creyendo que el intelecto era lo más importante. Sin embargo, en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud, la Sra. Eddy indica claramente una dirección distinta para lograr la comprensión genuina: “La comprensión es la línea de demarcación entre lo real y lo irreal. La comprensión espiritual revela a la Mente — Vida, Verdad y Amor — y demuestra al sentido divino, dando prueba espiritual del universo en la Ciencia Cristiana.
“Esa comprensión no es intelectual, no es el resultado de logros eruditos; es la realidad de todas las cosas sacada a la luz”.Ciencia y Salud, pág. 505.
Al principio esa frase inicial me pareció obvia. Pensé: “La comprensión siempre es lo que separa a los hechos de la ficción, a la verdad del error”. Pero ¿qué significaba Mente con mayúscula, y cómo la comprensión espiritual percibía a “la Mente — Vida, Verdad y Amor”? Y ¿cómo “la realidad de todas las cosas” podía revelarse “sin conocimientos eruditos”? Estas preguntas eran dilemas impenetrables para mí mientras estudiaba y luchaba por destacar en los estudios.
A medida que progresaba en mis estudios en la universidad, y luego en las clases para postgraduados, las respuestas prácticas a estos interrogantes se me fueron presentando solas.
Cuando cursaba el segundo año en la universidad, tomé un curso de historia que exigía mucho, y teníamos que escribir cinco monografías diferentes sobre las cinco religiones más importantes de las regiones que estábamos analizando. Yo, como la mayoría de los estudiantes, aplazaba el estudio para otro día, y después de seis semanas de clase sólo había terminado una. Nunca olvidaré el viernes en que nuestro profesor, en tono amable, anunció que todas las monografías debían entregarse el lunes siguiente. ¡Cuatro monografías en un fin de semana! Parecía imposible.
Fue en ese momento que me di cuenta cabal de las limitaciones de la intelectualidad humana. Mis conocimientos de lo que se puede lograr con la erudición me decían justamente el largo tiempo que llevaría una tarea semejante. Está demás decir que se necesitaría más de un fin de semana.
Si bien había sido mi dilación en cumplir con la tarea lo que producía esta difícil situación, comprendí que mi necesidad ahora era despojarme de un sentido material acerca de mí mismo y de mis capacidades. Nuevamente, las palabras del libro de texto contenían una lección importante para mí: “Cuando llegamos al límite de nuestra resistencia mental, deducimos que nuestra labor intelectual se ha prolongado lo suficiente; pero cuando comprendamos que la Mente inmortal siempre está activa y que las energías espirituales no pueden agotarse, ni puede la denominada ley material infringir los poderes y recursos dados por Dios, podremos descansar en la Verdad, renovados por la certeza de la inmortalidad, lo opuesto de la mortalidad”.Ibid., pág. 387.
Tenía que haber una forma mejor de encarar mis estudios. Cristo Jesús dijo: “Para Dios todo es posible”. Mateo 19:26. Esto claramente desafió el concepto sobre inteligencia que había tenido anteriormente.
Primero, tenía que ver mis motivos con claridad.
Una de las pretensiones de la vida académica es que las notas buenas se convierten en una especie de dios para los intelectuales. La tentación consiste en coleccionarlas como galones al mérito y a veces hacemos cualquier cosa para conseguirlas.
Sobre esta base, mi situación parecía una amenaza real. Si la calidad de las monografías que entregara tenía que ser inferior a la que era habitual en mí, mi calificación bajaría. Pero esto, razoné, era ciertamente una manera de pensar falsa. En primer lugar, yo tenía más interés en aprender la materia que en obtener una nota. Segundo, si mediante la oración, el entendimiento espiritual estaba revelando las capacidades de la Mente verdadera, el resultado no podía ser menos que excelente. El descansar en la Verdad nunca perjudicaría a la persona que había tomado esa determinación.
Además, tuve que luchar con la condenación propia. Parte de mi ser me censuraba: “Esto es lo que te sacas por aplazar tu trabajo”.
Esto fue más duro. Sabía que tenía que ser honesto y no simplemente tratar de usar a Dios como una válvula de escape para evitar enfrentararme con mi propia falta de iniciativa. Pero, razoné, ¿qué se requería aquí? ¿Acaso esta tarea no suponía demostrar conocimiento de cierta materia? ¿Por qué no podía ponerme a trabajar de inmediato y aprender esa materia?
De pronto vi la superioridad de la Mente con mayúscula sobre un intelecto mortal. Comprendí que Dios, por ser Mente omniactiva, se estaba conociendo a Sí mismo como el creador inteligente del universo y que el hombre reflejaba el conocimiento de esa Mente inteligente. Si “para Dios todo es posible”, entonces yo, como Su imagen y semejanza perfecta, reflejaba esta omnisciencia infinitamente capaz.
Me puse a trabajar.
¡Qué fin de semana! Me di cuenta de que entendía conceptos difíciles con precisión y facilidad. Las palabras fluían a medida que escribía sobre el tema que estaba investigando. Llegó el lunes y, con él, las cuatro monografías que me faltaban. Finalmente recibí honores en cada una.
Pero había recibido mi verdadera nota mucho antes de que me devolvieran las monografías. Me di cuenta de que había estado aprendiendo una distinción vital entre la inteligencia real como una cualidad de Dios y el concepto humano de ella, distinción que podía ser demostrada en la vida académica y en todas partes.
Simplemente expuesta, la diferencia era entre la mente — el concepto escolástico y mortalmente limitado de ella — y la Mente infinita, la fuente de toda inspiración y desarrollo. Empecé a comprender que para el Científico Cristiano, el estudio académico, al igual que cualquier empresa humana, era otro foro en el que cultivar la confianza en Dios. Es interesante notar que a medida que dejaba que un deseo honesto de reflejar mejor la infinitud de la Mente sobrepasara el orgullo humano de éxito intelectual, el entendimiento espiritual empezó a desarrollarse. Mi pensamiento se fortaleció y me sentí más inspirado.
Fue un maravilloso comienzo.