Durante la epidemia de gripe de la Primera Guerra Mundial, yo concurría a un colegio en las cercanías de Filadelfia. Los alumnos que no tenían gripe fueron enviados a sus hogares. Como el colegio exigió que se prestara cuidado médico, al resto de los alumnos, incluyéndome a mí, nos pusieron en un salón comedor que había sido convertido en enfermería.
Uno de mis tutores (mis padres no vivían ya) era una practicista de la Ciencia Cristiana que residía cerca del colegio. Estoy seguro de que al ser notificada de mi situación, ella inmediatamente oró por mí. Luego, cuando la crisis de la enfermedad había pasado y yo estaba recuperándome, me enteré de que aparentemente los médicos me habían desahuciado, mientras que la Ciencia Cristiana, según la comprendía la practicista que era mi tutora, me salvó.
Hace algunos años me lastimé internamente mientras levantaba algo demasiado pesado para mí. Llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana, quien oró por mí. En esta oportunidad yo no parecía responder al tratamiento y perdí doce o catorce kilos. La practicista había estado trabajando firmemente por mí y ella creía que debía verse algún progreso, así que hablamos acerca de ello. Después de esto, cuando el dolor era bastante severo, me encontré diciendo (Hebreos 4:12): “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos”. Esto contribuyó a romper el mesmerismo, y empecé a hacer mi parte en el devoto estudio.
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