Los celos, el resentimiento, el odio, la crítica, la indiferencia, aunque parezca que están presentes, en realidad, la única presencia verdadera es el Amor, porque el Amor es Dios, el Todo-en-todo. El Amor también es Vida y gobierna la acción verdadera — y única — en el universo. Esta omnipotencia benigna constituye una ley que armoniza la experiencia humana. Las emociones mortales deben someterse a esta ley. La voluntad humana, que quisiera dominar nuestra conducta o la de otros, debe someterse a ella y apartarse.
¿Cómo demostramos este poder divino en nuestra experiencia? Ciertamente no se logra sólo deseándolo y esperando que la bondad de Dios descienda sobre nosotros, pues sería lo mismo que decidirse a no regar el césped porque es posible que llueva. La ley del Amor tiene su efecto en nuestra vida cuando es la causa y el origen de nuestros motivos, pensamientos y acciones. Cuando los sentimientos mortales están subordinados al Cristo, entonces estamos en condiciones de recibir las bendiciones divinas.
La vida de José, como está relatada en la Biblia, compendia esta verdad. Ni la envidia de sus hermanos inflamada de cólera, ni la ignominia de la esclavitud al haber sido vendido como esclavo, ni la lujuria de la esposa de su amo, ni la ingratitud del mayordomo del rey pudieron anular la divina influencia de Dios en su vida. La ley del Amor, fue ciertamente el pan de Vida que sostuvo a José durante las pruebas difíciles y lo alimentó con el perdón del Cristo, que él más tarde otorgó a los hermanos que tanto lo habían maltratado.
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