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Dando el debido valor al tratamiento en la Ciencia Cristiana

Del número de enero de 1984 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Una practicista relativamente nueva en la práctica de la Ciencia Cristiana había estado orando sinceramente durante la tarde y hasta entrada la noche para ayudar a un paciente con un problema de urgencia. Mediante la comunión con el Amor divino, había percibido cada temor mental en el caso y, vigorosamente y con entendimiento, había afirmado la perfección presente de Dios y del hombre creado a Su imagen. Comprendió que el hombre está tan a salvo como lo está Dios, y sintió entonces que su trabajo estaba hecho; no obstante, la condición de su paciente continuaba agravándose cada vez más.

Sin saber qué le quedaba aún por hacer, la practicista recurrió al Padre celestial en busca de la respuesta. Entonces fue guiada a reflexionar sobre la obra sanadora del Maestro, Cristo Jesús. Sabía que ella, estaba practicando el mismo Principio de curación que Jesús enseñó, pero, de pronto, la practicista percibió un poderoso factor en el éxito de las curaciones de Jesús, un factor al cual antes no le había dado mayor importancia. Una de las razones por la cual Jesús confiaba en su trabajo era porque comprendía cuál era su lugar en el plan divino de salvación universal, profetizado en las Escrituras. Mental y brevemente ella trazó el curso del amor omnipotente de Dios en su tierno desarrollo de la Verdad, desde las primeras profecías bíblicas hasta la misión de Cristo Jesús, y luego hasta su promesa del Consolador divino y su cumplimiento final en la revelación de la Ciencia Cristiana. Ella se regocijó en el irresistible poder del Amor divino ejemplificado en la destrucción progresiva de las creencias en el pecado, la enfermedad y la muerte: evidencia de que Dios lleva a cabo Su propósito.

Entonces, por primera vez, la practicista vio su propio lugar en la profecía como practicista científica de la Ciencia divina, el Santo Consolador; se vio a sí misma como un instrumento del Amor para ayudar a establecer el cielo nuevo y la tierra nueva. Por tanto, ella tenía la autoridad y el poder de Dios mismo apoyándola. Con renovado y reverente respeto por su práctica sanadora, sintió una unidad con Dios que sobrepasó toda previa revelación. De pronto dijo en voz alta: “Pero ¡por cierto, Padre, si yo soy Tu expresión misma — el reflejo individual de la Vida, la Verdad y el Amor — difiriendo de Ti solamente como el efecto difiere de la causa!”

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