Cuando es obvio que los hábitos o creencias que albergamos están equivocados, y tememos por sus consecuencias, tenemos la tendencia a luchar arduamente para erradicarlos. Nos inclinamos más a dejar sin corregir los males que son menos obvios y aquellos que parecen no tener consecuencias desagradables. Por tal razón, los males que se consideran amorales pueden ser tan perniciosos para la integridad individual y colectiva como la inmoralidad descarada.
En ciertas épocas, sociedades enteras han aceptado prácticas tales como el robo, el adulterio o el crimen como consecuencias normales; en carácter más general, las pequeñas mentiras, la codicia, el egoísmo, la sensualidad, la crueldad, son considerados como amoralidades aceptadas. “Así es la vida”, se oye decir a la gente como si se pudieran ignorar las consecuencias.
Por esta razón, los Diez Mandamientos y el Sermón del Monte tienen tanta importancia. Contienen normas que unas veces parecen conformar con el pensamiento de la sociedad pero que otras veces son bastante contrarias a ella. Los requisitos percibidos en los Diez Mandamientos y en las Bienaventuranzas nos obligan a desafiar costumbres que gradualmente pueden haberse tornado tan corrientes que se practican amoralmente, es decir, sin el conocimiento consciente de su falsedad. En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy observa: “El mal es a veces el concepto más alto que tiene un hombre de lo que es justo, hasta que se apegue más firmemente al bien. Entonces ya no se complace en la maldad, y ésta viene a ser su tormento. El camino para escapar de las miserias del pecado es cesar de pecar. No hay otro camino”.Ciencia y Salud, pág. 327.
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