Todo comenzó con una inocente caminata hasta un centro comercial cercano. Eran más de las diez de la noche, pero mi amigo y yo fuimos porque queríamos estar en un lugar fuera de casa para conversar. Habían transcurrido dos semanas desde nuestra graduación de la escuela secundaria, y teníamos muchas cosas de qué hablar.
Cuando llegamos a la playa de estacionamiento, ya habían cerrado todos los negocios, de modo que simplemente nos sentamos cerca de un poste de la luz y hablamos durante media hora. Comenzamos a caminar de regreso a casa, y, cuando íbamos cruzando esa inmensa playa de estacionamiento, se nos acercó un auto con unos muchachos que gritaban obscenidades. Nosotros seguimos caminando. Para llegar a mi casa teníamos que atravesar una zona que aún no estaba habitada. Habíamos caminado aproximadamente una cuadra cuando ese mismo auto apareció detrás de nosotros, disminuyó la velocidad y empezó a seguirnos. Los muchachos comenzaron a insultar a mi amigo y amenazaron con pegarle; luego siguieron diciendo lo que les gustaría hacer conmigo. Me sentí acobardada; ellos eran cuatro y nosotros dos. “Me estoy poniendo furioso”, susurró mi amigo.
A medida que íbamos atravesando la parte más oscura, comencé a pensar en lo irónico que resultaba estar caminando precisamente donde, en el futuro, iba a estar la estación de policía de nuestra ciudad. Eso me hizo pensar en protección, y en el hecho de que yo podía recurrir a Dios en cualquier situación. De modo que eso fue lo que hice; oré, pidiéndole a Dios que me mostrase qué era lo que debía saber. Me vinieron al pensamiento algunas líneas de mi himno favorito del Himnario de la Ciencia Cristiana, y comencé a cantarlas para mis adentros.
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