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“No tenía por qué estar temerosa...”

Del número de julio de 1985 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Todo comenzó con una inocente caminata hasta un centro comercial cercano. Eran más de las diez de la noche, pero mi amigo y yo fuimos porque queríamos estar en un lugar fuera de casa para conversar. Habían transcurrido dos semanas desde nuestra graduación de la escuela secundaria, y teníamos muchas cosas de qué hablar.

Cuando llegamos a la playa de estacionamiento, ya habían cerrado todos los negocios, de modo que simplemente nos sentamos cerca de un poste de la luz y hablamos durante media hora. Comenzamos a caminar de regreso a casa, y, cuando íbamos cruzando esa inmensa playa de estacionamiento, se nos acercó un auto con unos muchachos que gritaban obscenidades. Nosotros seguimos caminando. Para llegar a mi casa teníamos que atravesar una zona que aún no estaba habitada. Habíamos caminado aproximadamente una cuadra cuando ese mismo auto apareció detrás de nosotros, disminuyó la velocidad y empezó a seguirnos. Los muchachos comenzaron a insultar a mi amigo y amenazaron con pegarle; luego siguieron diciendo lo que les gustaría hacer conmigo. Me sentí acobardada; ellos eran cuatro y nosotros dos. “Me estoy poniendo furioso”, susurró mi amigo.

A medida que íbamos atravesando la parte más oscura, comencé a pensar en lo irónico que resultaba estar caminando precisamente donde, en el futuro, iba a estar la estación de policía de nuestra ciudad. Eso me hizo pensar en protección, y en el hecho de que yo podía recurrir a Dios en cualquier situación. De modo que eso fue lo que hice; oré, pidiéndole a Dios que me mostrase qué era lo que debía saber. Me vinieron al pensamiento algunas líneas de mi himno favorito del Himnario de la Ciencia Cristiana, y comencé a cantarlas para mis adentros.

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