“Sea hecha Tu voluntad, no la mía, Señor”,
parecía en otro tiempo una imposible oración.
Mi voluntad, ¡cuánto yo la amaba! No veía pecado en
actuar de inmediato según su mandato, y posponer
el obedecer la voluntad de Dios para después
cuando la vida fuese menos excitante, la llama
de la voluntad menos intensa, el encanto
de senderos humanos menos plausibles de engaño.
Imprudente, marchaba sin cuidar qué sendas tomaba,
arañada por zarzas, perdida entre marañas del camino,
hasta que, serenamente, me trajo sobre Su hombro, y
lloré como una niña, deseando ahora obedecer,
al aprender por fin lo que satisface en realidad:
sólo un Amor, una Vida, una Mente, sólo una soberana voluntad.
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