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Candor indestructible, madurez inocente

Del número de abril de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


“Todas las criaturas de Dios, moviéndose en la armonía de la Ciencia, son inofensivas, útiles e indestructibles",Ciencia y Salud, pág. 514. escribe Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana
Christian Science (crischan sáiens), en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras. Esto, por supuesto, no es una declaración relativa, sino absoluta, y describe la creación espiritual, la única que es real. Al razonar basándonos en esta declaración, es posible concluir que en el Espíritu lo indestructible e inofensivo son universales e inseparables. Las preciosas cualidades inherentes a la genuina naturaleza naturaleza de un niño como, por ejemplo, la humildad, inocencia, pureza, confianza y obediencia, jamás pueden separarse de las cualidades inherentes a la madurez inofensiva que caracteriza las cualidades del hombre creado por Dios, tales como sabiduría, poder, comprensión y perseverancia. Por lo tanto, en realidad, la naturaleza propia de un niño jamás es aquel estado crédulo o vulnerable que sugieren los sentidos materiales. La madurez tampoco es un estado que, dejando atrás a la inocencia, se acerca a la falsedad y depredación.

Es de suma importancia hoy en día, en vista de los crecientes informes sobre el maltrato hacia niños y animales, que la humanidad obtenga un sentido de lo que es el candor y la madurez como expresiones de la Mente divina, el Espíritu, y no como meros estados de la mente mortal o materia. Sólo cuando se los percibe espiritualmente, el candor y la madurez pueden concebirse como ilimitados; simultáneamente presentes y jamás en conflicto con la creación.

¿Se justifica el discutir la curación del maltrato hacia niños y animales en forma conjunta? Sí. El maltrato físico y mental infligido a los niños comienza realmente con el maltrato infligido a las cualidades de la niñez, y con la incomprensión y el mal uso de las cualidades de la madurez. La curación profunda y genuina requiere que penetremos las clasificaciones superficiales y mortales; requiere el apoyo imparcial a todo lo que es realmente semejante a la naturaleza propia de un niño, dondequiera que esté expresada. El esforzarse por honrar y vivir estas cualidades semejantes a la naturaleza de un niño, el rehusar herir la dignidad o tomar ventaja de la obediencia, de la tierna confianza y de la inocencia de cualquier criatura, bajo cualquier circunstancia, comenzaría de inmediato a anular la aparente corriente de agresión contra los niños. Si en nuestros pensamientos damos importancia a las verdaderas cualidades de la niñez, esto ejercerá una influencia en el mundo.

Realmente, ciertos matices de estas ideas ya han sido vislumbrados por algunos humanitarios. En 1981, durante el vigésimo aniversario de la asamblea de la Oeuvre d’Assistance aux Bêtes d’Abattoirs en París (organización francesa dedicada a la reforma de granjas industriales y mataderos), la escritora Marguerite Yourcenar hizo la siguiente declaración, profunda y desafiante: “Tengamos presente que, si tenemos en cuenta los derechos humanos, no se maltratarían tanto a los niños, si se maltrataran menos a los animales...”

Mi propia vida por cierto da testimonio de la validez de este argumento. Mediante una experiencia que tuvimos con nuestro perro, aprendí que si maltrataba la naturaleza infantil, cualquiera sea la forma en que se exprese en mi vida, no podría querer ni apreciar a los niños, ni tampoco abrigar y expresar la inocencia indestructible y madurez inofensiva que caracterizan mi propia compleción, como el hombre creado por Dios.

A nuestro perro, un inmenso Weimaraner llamado Atticus, se le manifestó un infección glandular, agravando una condición física de nacimiento la cual, si bien podía ser tratada por medio de la medicina, nos dijeron que no tenía cura. Cuando orábamos por nuestro perro, enfocábamos nuestros pensamientos específicamente en los pasajes del primer capítulo del Génesis que nos ayudaron a ver su verdadero ser como una creación inmortal de Dios que posee una identidad espiritual perfecta. Pero, cuando la enfermedad empeoró, tuvimos la necesidad de pedir ayuda a una practicista de la Ciencia Cristiana.

En cierto momento, le dije a la practicista los engaños que usábamos con nuestro perro (aunque no los llamé engaños), debido a que encontrábamos difícil manejarlo. Le dije a ella que, en vez de tomar tiempo para disciplinarlo pacientemente, lo “manipulábamos” para que entrara o saliera de las habitaciones (y de situaciones), haciéndole que corriera detrás de una pelota, sobornándolo con una galleta o inventando cualquier otro engaño, y, después, cerrábamos la puerta tras de él. Atticus se volvió obstinado, desconfiado, y más desobediente; confundido en sus esfuerzos por entender si éramos o no honestos. La practicista escuchó calmadamente, y luego me dijo: “¿Cómo pueden amarlo, si están engañándolo?” Avergonzada, inmediatamente establecí la relación. Puesto que Dios es tanto Verdad como Amor, es imposible en la Ciencia engañar y amar al mismo tiempo. (“Engaño” fue una de las definiciones originales [en inglés] de la palabra “maltrato”.) La próxima vez que vi a Atticus, fue como si un velo se me hubiera quitado de los ojos. Con la comprensión que la Ciencia provee, pude ver más allá del concepto material acerca de él y percibir que yo no estaba tratando con un compuesto de materia orgánica llamado perro, sino con cualidades, condiciones y formas de pensamiento. Vi las preciosas cualidades típicas de la niñez que Atticus incorporaba: su confianza natural, alegría, lealtad, espontaneidad, inocencia y amor incondicional. Llena de remordimiento y arrepentimiento, comprendí que había maltratado esas cualidades. Y luego sentí un profundo deseo de respetarlas, protegerlas y nutrirlas. Esto fue la verdadera curación.

En cuanto a la condición física de Atticus, el derrame de sangre que producía la infección cesó inmediatamente, y, en pocos días, sanó todo; no sólo de la infección, sino también de la supuesta incurable anormalidad glandular. Se requirió mucha paciencia y trabajo durante años para restablecer totalmente una relación en la que nos tuviera confianza, que no estuviera motivada por sobornos o recompensas, sino por amor y respeto mutuos. Sin embargo, esta disciplina desempeñó un papel importante en mi crecimiento espiritual.

Fue una gran sorpresa cuando me di cuenta de que ya no me irritaban o molestaban las criaturas o los niños. Me di cuenta de que sentía un tierno y genuino afecto por los niños, algo que no había sentido antes de esta experiencia. No es que me hubiera convertido en un “Flautista de Hamelín”, pero sí tuve una experiencia mediante la cual Dios me mostró un significado más profundo acerca de lo que había aprendido.

Un día, una familia amiga nos invitó a su casa a pasar la tarde. Tenían varios hijos, y, además, se habían ofrecido para cuidar a una niñita de tres tres años y medio que había sido objeto de constantes maltratos de parte de su madre, quien estaba en la cárcel a causa de esto. Cuando entramos en la sala, la niñita corrió hacia mí con los brazos abiertos, con el deseo de ser abrazada y mimada. Mi amiga, sorprendida, me dijo que ni aun su marido había podido tomarla en brazos todavía. Mientras tenía a la niñita en mis brazos, comprendí que la reprensión que Cristo Jesús dirigió a la arrogancia en el pensamiento de sus discípulos: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis”, Marcos 10:14. estaba también dirigida a mí. Ahora, por abrigar consciente y devotamente las cualidades propias de un niño en mi corazón, había finalmente seguido a Cristo Jesús, dejando que los niños vinieran a mí.

Poco después comprendí que cuando un adulto practica cualquier clase de engaño con los niños (o, en realidad, con cualquier persona o ser viviente) — aun el engaño acerca de “Papá Noel” o del “Conejito Pascuero”— está confesando tener una creencia en que el ser es incompleto. Confiesa tener una creencia en esa falta de madurez que le impide ver más allá de una fábula o mentira, y en una falta de inocencia, la cual es incapaz de engaño.

Pero más allá de esta lección, aprendí una aún más grande. Llegué a comprender que la regeneración del carácter humano y la curación del maltrato son posibles (e inevitables) debido al hecho espiritual de que cada una de las expresiones del Amor, tanto la más pequeña como la más grande, está protegida por la naturaleza misma de la identidad espiritual e indestructible. Necesitaba yo percibir esta verdad básica, no sólo porque me sentía incapaz de desprenderme de un sentido de culpabilidad por nuestra manera de tratar a Atticus, sino, también, porque comencé a sentirme abrumada por el pensamiento de que niños y animales pareciera que, primero, están a merced de la crueldad humana, y, luego, que dependen de la bondad humana para ser librados de la crueldad.

Un día, me encontré reflexionando sobre la historia del arca de Noé, y comprendí que la idea del arca no se originó en Noé. En realidad, la idea divina de seguridad le había sido revelada a Noé como un arca, por el Cristo; la Verdad revelándose a sí misma a la consciencia humana. Por lo tanto, la protección de todos los que estaban en el arca realmente fue derivada de Dios y era individual. Percibí que la protección contra la creencia de influencias humanas, buenas o malas, comienza con la idea del arca, a saber, con la relación individual y directa del hombre con el Amor divino. Con esta gran verdad científica, fui finalmente liberada de la desesperante ilusión de que pudieran existir víctimas y victimarios en el universo de Dios. Toda esta experiencia con Atticus me ofreció una clara ilustración de inocencia restaurada e inocencia protegida.

La Sra. Eddy dice: “En realidad, no hay mente mortal y, en consecuencia, no hay transmisión de pensamiento y fuerza de voluntad mortales. La vida y el ser son de Dios. En la Ciencia Cristiana el hombre no puede hacer daño, puesto que los pensamientos científicos son pensamiento verdaderos que pasan de Dios al hombre”.Ciencia y Salud, págs. 103–104. Para mí, ésta es una de las declaraciones más compasivas y alentadoras en Ciencia y Salud. En la Ciencia — esto es, en la verdad absoluta del ser — de ninguna manera podemos hacernos daño unos a otros. En esta consciencia divina, no hay una mente que domine o que sea dominada, que maltrate o que sea maltratada. No sólo no hay realidad en la crueldad, en la insensibilidad y en la ignorancia, sino que tampoco hay realidad en el desamparo, en la debilidad o en la dependencia mortal.

Con las municiones de estos poderosos hechos podemos batallar contra la suposición mortal que presenta el mal, en cualquier forma, como una realidad fundamental. Mediante el Cristo y las leyes espirituales de la Ciencia del Cristo, tenemos la capacidad para demostrar, aquí y ahora, el hecho de que la idea formada por el Principio divino y mantenida inseparable de este Principio, es completa. La inocencia semejante a la de un niño, es poderosa e indestructible; y el poder es, en realidad, inocente e inofensivo.

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