“¿Me amas?”, le pregunté a mi esposo.
“No”, fue la respuesta inmediata.
¿Un matrimonio con serios problemas? !Nada de eso! Esta breve respuesta no es más que un simple juego que termina en un abrazo. Pero no siempre fue un juego.
Durante años hice esa pregunta porque constantemente necesitaba estar segura de que me amaban y se preocupaban por mí. Pero, por más que me lo aseguraran no era suficiente. Por más que me dijeran palabras cariñosas o que pensara que me amaban, nunca me sentí amada, y no podía entender por qué.
Estoy segura de que mi viaje espiritual, cuyo destino era el de llegar a sentirme amada, en realidad comenzó el día en que reconocí la profunda necesidad de dejar de lado todo concepto mortal de afecto y de buscar la verdadera naturaleza y fuente espirituales del amor. Recuerdo que el primer acontecimiento importante en mi viaje fue el de liberarme de una creencia a la que me había aferrado durante mucho tiempo: que el amor era algo que debía ganarse, algo por lo que se debía luchar, y que debía ser conquistado diariamente. En realidad creía que mi nivel de actuación como hija, mujer de carrera, esposa, miembro de la iglesia y amiga, determinaba si era amada y en qué medida lo era.
¡Qué sentido tan frágil del amor tenía!; un amor en el que no se podía confiar ya que variaba según fuera o no meritorio el comportamiento humano. Al principio no me di cuenta, pero este concepto equivocado era la consecuencia de un intenso sentido mortal de identidad. La Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud: “La identidad es el reflejo del Espíritu, el reflejo en formas múltiples y variadas del Principio viviente, el Amor”.Ciencia y Salud, pág. 477.
El testimonio de un músico, que apareció en una de las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana, me hizo ver que había estado basándome en papeles humanos para identificarme, especialmente en el papel de artista. Prácticamente desde que tenía cuatro años me había visto a mí misma e identificado en esa forma; pero, de pronto, me di cuenta de que mi identidad no era la de artista, esposa, hija, miembro de una iglesia o amiga. Mi identidad se encontraba en la Cristo, la idea divina y completa de la verdadera naturaleza del hombre, el reflejo del Espíritu. Además, vi que mi individualidad — de hecho, mi arte— era la forma inimitable en que yo expresaba a Dios. Vi que, así como dos artistas (o dos mil) jamás pintarían el mismo tema exactamente de la misma manera, de igual modo, dos ideas de Dios en cualquier lugar de Su universo jamás “pintarían”, o expresarían, las cualidades divinas exactamente de la misma manera.
Bueno, ¿y entonces qué? Comprendía esas verdades; pero, ¿podía vivirlas? Había adquirido la costumbre de identificarme ante los demás, tan pronto como podía, con mi carrera y mis logros, para sentirme digna de su interés y afecto. Sabía que tenía que dejar de hacerlo. Pero, ¿me amaría la gente simplemente por ser como era? Para descubrirlo, necesitaba tomar una actitud radical. Al presentarme a otras personas, necesitaba identificar, en mi pensamiento y con toda fidelidad, mi verdadero yo como la idea divina, el hombre espiritual, amado y seguro, que depende de Dios y que no necesita de ninguna muleta humana en qué apoyarse. También me aparté de ciertas actividades durante un tiempo, para tener una mejor perspectiva del hecho de que la verdadera identidad es la expresión de Dios, completa en sí misma e independiente de papeles humanos. Entonces, al igual que alguien que acaba de despertar de un largo sueño, me di cuenta de que había muchas evidencias humanas sobre el hecho de que el afecto genuino no está basado en lo que hacemos, sino en lo que somos. El amor de una madre generalmente permanece inalterado por los éxitos o fracasos e su hijo. Y es obvio que el amor que la gente siente por los animales no depende de los logros específicos que alcance un animal.
Comencé a ver que yo era valiosa simplemente porque existía y que, en realidad, el reflejo espiritual es a la vez lo que somos y lo que hacemos. Durante este período, tuve hermosas oportunidades otorgadas por Dios para comprender y comprobar que nuestra identidad espiritual resplandece a medida que dejamos que nuestra manera original de expresar las cualidades espirituales se manifieste en todo lo que hacemos.
Me imagino que les gustaría saber si descubrí que todos me amaban, aun cuando había dejado de esforzarme por convencer a la gente de que era yo digna de su amor. En realidad, descubrí tres cosas que trascendían por completo esa primera meta tan limitada. En primer lugar — y lo más importante — me di cuenta de que no importa que la gente parezca amarnos o no. Comprendí que no existo para volverme digna de ser amada, porque en realidad ya soy a la vez digna de que me amen y amada como miembro de la preciosa familia espiritual de Dios. Toda aparente carencia de amor en las relaciones humanas es, en realidad, una ilusión de la mente carnal, y podemos superarla al poner en práctica la enseñanza cristiana de amarnos los unos a los otros. Tratar de ganarnos el amor de los demás es negar el hecho de que el amor es nuestro para que lo aceptemos como el regalo espontáneo de Dios a Su idea, el hombre, y que el hombre ya expresa amor en forma incondicional y es digno de ser amado.
En segundo lugar, comprendí que es el magnetismo animal — la ilusión que dice que la identidad es vida, sustancia e inteligencia en la materia — lo que produce la creencia de que lo que vale es (o puede ser) adquirido en lugar de expresado. La identidad se deriva de Dios y, por lo tanto, es espiritual y completa, y no necesita adquirir nada.
En tercer lugar, me di cuenta de que la creencia de que adquirimos identidad y dignidad en lugar de expresarlas, no era mi creencia personal. Era una creencia general asociada con la mortalidad, y yo no era la única que tenía que lidiar con ella. Por eso, era muy posible que encontrara gente tratando de evaluarme, o de evaluar a los demás, basándose en la fama, logros, riqueza, pasado personal o apariencia; pero yo podía rechazar y corregir en mi propia consciencia este error de creencia. No tenía por qué caer en la trampa de creer que las normas materiales eran reales para nadie (incluso para mí), ni tampoco podía ser afectada negativa o positivamente si los demás creían que podían juzgarme sobre la base de tales normas. El ver estos hechos me liberó de la tendencia compulsiva de agradar a seres humanos, y del temor al rechazo. Pero aún no me sentía amada.
Sin embargo, al fin me di cuenta de que mi meta en la vida no era buscar y ganar afectos; esto me llevó a comprender por qué era una imposibilidad, a la vez que una desobediencia, esperar en primer lugar el amor de los demás, ya que el amor siempre se origina solamente en Dios, nunca en el hombre. Comencé a aprender y a comprender realmente que el Amor, Dios, es la única causa de todas las evidencias de amor; que el hombre es el resultado, el linaje, la emanación, la luz misma del Amor, pero nunca su fuente. A través del prisma de la Ciencia divina, el Amor irradia por medio de la consciencia humana en expresiones tales como la comprensión, compasión, generosidad, cuidado, ternura, aliento, según la necesidad humana. Pero el punto de origen de este amor nunca deja de ser Dios, el Amor.
De hecho, comprendí que mi trabajo era simplemente amar; ser el testigo mismo del Amor. Y a menos que quisiera aceptar la incompleción comprendida en la concepción mortal del ser, no era mi tarea preocuparme o delinear la forma en que el amor humano podía o no llegar a mi experiencia. Mientras que antes había estado obsesionada pensando en ser amada personalmente, ahora esta pesada carga fue dejada de lado (¡en los viajes espirituales uno tiende a descartar equipaje!). Me sentí en paz al grado de ocuparme de aprender y practicar el arte de dar amor incondicionalmente. Esto es una constante en el viaje espiritual de cualquier individuo, pero el dedicarme de lleno a amar sin condiciones fue para mí en ese momento un maravilloso desarrollo progresivo. Y no sólo significó mi libertad, sino también la de otras personas que me rodeaban. Estaba preparada para amar lo suficiente como para dejar de manipular, forzar y precipitarme para establecer relaciones con los demás; preparada para dejar que las relaciones tomaran raíz, crecieran y florecieran en su momento oportuno; preparada para dejar que los demás expresaran amor a su manera, y para disfrutar esos estilos diferentes de expresar Amor.
Supongo que ustedes se sorprenderían al saber que, aunque había progresado en ese sentido y comprendía que ahora lo principal para mí era amar, y no ser meramente amada, todavía no me sentía amada. Allí me encontraba, liberada de la carga agotadora de tratar de ganarme el aprecio de los demás por mis logros, y de identificarme ante los demás de acuerdo con esos logros; liberada de la obsesión de que el amor proviene de la gente; liberada del temor constante al rechazo que había sentido toda mi vida; pero no sentía que el amor llenara ese espacio que los errores habían dejado vacío. ¿Por qué no? Porque todavía no había percibido la idea más importante.
Ese año, mi esposo y yo decidimos concurrir a la Asamblea Anual de La Primera Iglesia de Cristo, Científico, en Boston, Massachusetts, y pensamos tomarnos unas breves vacaciones antes de la asamblea. Ibamos a tomarnos un día solamente, un sábado, y ese día era importante para nosotros. Alquilamos un auto y nos dirigimos hacia los estados vecinos de New Hampshire y Maine. Yo iba orando durante el viaje para saber que ese día sólo podía traernos bendiciones, que sólo podía incluir alegría y armonía. Después de todo, ¿no era justo que todo resultara armoniosamente para nosotros? ¿Para nosotros?
De pronto comprendí que muchísíma gente esperaba pasar un día feliz, no sólo nosotros dos. Dios nos estaba dando alegría a nosotros porque se la estaba dando a toda Su creación simultáneamente. No era cuestión de insistir en que nosotros estuviéramos incluidos, sino de comprender que no podíamos ser dejados de lado.
¿Adivinaron ya lo que sucedió luego? Mi pensamiento, en un impulso inolvidable, me llevó a la revelación de que era amada simplemente porque Dios lo amaba todo en la creación y era imposible que yo quedara fuera de ese amor. En un instante, pasé de la sensación de estar viajando espiritualmente, a la comprensión de que no sólo había llegado, sino que nunca había partido.
Ahora, por primera vez en mi vida, me sentí amada. Y sólo lo sentí cuando di el paso que me unió a la infinitud de ideas, todas ellas abrazadas por el Amor divino. En ese momento, el amor fue tan real para mí, que pude sentir la convicción absoluta de que nada jamás había estado fuera del Amor; que la soledad, el vacío, la angustia, jamás podían haber sido reales para nadie. Sentí la omnipotencia del abrazo divino que todo lo incluye. Las lágrimas corrieron por mis mejillas; lágrimas que parecían limpiar en mi corazón los últimos vestigios de la creencia de que no podía ser amada. Vuelvo a sentir la gloria de ese momento cada vez que pienso en él.
¿Qué era lo que había percibido, más poderoso que todo lo que antes había visto sobre el amor? Vi su naturaleza científica. Es el aspecto científico del amor lo que explica que sea universal, imparcial e inevitable. También revela lo que sin duda es un factor primordial en la oración: la oración que sólo incluye a uno mismo es egoísta, y, por lo tanto, apenas puede alcanzar el gran corazón del Amor infinito. Cristo Jesús sabía esto. Cuando enseñó a sus discípulos a orar, comenzó: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Mateo 6:9. La oración entera es colectiva e incluye a todos. En el capítulo “La Oración” en Ciencia y Salud, leemos: “En la Ciencia divina, donde las oraciones son mentales, todos pueden contar con Dios como ‘pronto auxilio en las tribulaciones’. El Amor es imparcial y universal en su adaptación y en sus dádivas. Es el manantial abierto que exclama: ‘Todos los sedientos: Venid a las aguas’ ”.Ciencia y Salud, págs. 12–13.
Para algunos, la idea de que el amor sea científico, que sea derivado del Amor que es también Principio, puede parecer impersonal y fría. Pero esta percepción no es más que el producto del pensamiento limitado que quisiera sugerir que el amor debe concentrarse en un lugar para ser poderoso e irradiar calidez; o que el amor no puede valer mucho si todos lo poseen. En realidad, no podemos conocer ni sentir el Amor divino y su radiante expresión en forma profunda y duradera en nuestras vidas hasta que entendamos la verdad de lo que el Amor es; que es la naturaleza y la individualidad mismas del Amor el estar en todas partes, abrazando a su creación con ternura y poder. Ahora veo que sólo comenzamos realmente a trascender y a disolver el agujero negro del yo mortal, y a encontrar nuestro ser radiante como reflejo espiritual, cuando encontramos que nuestra oración incluye a todos, como lo enseñó Jesús; porque sólo el amor imparcial, desbordante y con una base espiritual, puede dar la definición del reflejo divino.
Y la oración que refleja al Amor que todo lo incluye, no nos priva de nada. Vemos que, puesto que la Vida sostiene y preserva toda su creación eternamente, nuestra identidad no puede dejar de ser sostenida y preservada; puesto que la Mente da y mantiene un lugar y un propósito para todo, tenemos un lugar y propósito; puesto que el Alma lo crea todo de una forma especial y original, debemos ser naturalmente especiales y originales.
Al comprender esto, vi hasta qué punto mis oraciones habían sido egoístas. Con arrepentimiento, comprendí que, aunque me angustiaba por el sufrimiento de las criaturas y los seres humanos, había estado orando en primer lugar por mi propia libertad, y muy poco por liberar del hambre, la enfermedad, el pecado, la crueldad y la opresión, a millones de necesitados en todo el mundo. Pero cuando empecé a orar en forma inclusiva (sabiendo que cada verdad específica que veía para mí era verdadera para todos, y que lo que era verdadero para todos era verdadero para mí), noté que esa oración requería menos esfuerzo y era más satisfactoria, reconfortante y eficaz.
También noté un cambio interesante en mis sentimientos. Empecé a darme cuenta de que ni siquiera deseaba ser amada si no podía tener la seguridad de que todo lo demás en la creación era también amado. De hecho, comprendí que mucha de la angustia que había sentido por el sufrimiento de los demás provenía de la percepción de que la creación no era amada. Comencé a ver con alegría que el mal es simplemente una imposibilidad en un universo amado, y que el destino de toda criatura es sentir el amor que Dios está otorgando perpetuamente. Ninguno puede ser jamás olvidado, lastimado o abandonado en el plan eterno de Dios, porque desde la eternidad y hasta la eternidad somos profunda y tiernamente amados.
