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Un miércoles por la noche, después de la reunión de nuestra iglesia...

Del número de agosto de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Un miércoles por la noche, después de la reunión de nuestra iglesia filial, llegué a mi casa que estaba a oscuras. Al entrar, alguien me sujetó por la espalda y me echó al suelo. Mi primera reacción fue resistirme físicamente con todas mis fuerzas, pero fui fácilmente dominada por un hombre que me aseguró que no deseaba hacerme ningún daño. Me dijo que tenía un revólver y que sería mejor que no me resistiera.

Pocos años atrás, antes de este incidente, pasé pro una situación similar. En esa oportunidad me había quedado tan aterrorizada que no me fue posible orar. Aunque no me violaron, fui víctima de la situación, y me llevó varios meses vencer el miedo de estar a solas de noche. Vi esto como un ataque abierto y agresivo contra mi naturaleza femenina. En esa época, me había mudado a una nueva casa, y me sentía alegre haciéndole mejoras, pero sentí la tentación de creer que, como era soltera, no estaba segura viviendo en mi propia casa. Tuve que trabajar por medio de la oración para cambiar en mi pensamiento ese concepto distorsionado. Sabía que si iba a demostrar mi propia libertad, no debía huir sino enfrentar estos temores. Durante los meses siguientes, oré para saber que mi única necesidad era la de confiar completamente mi seguridad a Dios. El está siempre con nosotros, satisfaciendo constantemente nuestras necesidades.

Ese miércoles por la noche, me di cuenta de que se me estaba poniendo a prueba para que viviera esas verdades. Me negué a creer que fuera una mujer débil que no tenía otro recurso que el de ceder. Mi fuerte resolución de resistir este ataque, me aseguró que mis oraciones anteriores no habían sido en vano. Sin embargo, también sabía que esta batalla no podría ser ganada por medio de la sola resistencia física. Era necesario que recurriera a un poder mucho más fuerte que la fuerza física, al poder divino y siempre presente del Amor; y así lo hice. Comencé a orar en voz alta. Sin embargo, al recordar, veo que fui guiada a orar no por mí sino por este joven. Dije en voz alta: “Usted s la imagen y semejanza de Dios. El lo ama y lo cuida. Usted no necesita actuar de esta manera”. Percibí una respuesta inmediata. El hombre fue receptivo a la verdad y me pidió que continuara. Mientras él caminaba de un lado a otro, yo estaba tendida en el suelo, en la oscuridad, y le hablé de Cristo Jesús y de la Biblia, de María Magdalena, y de la compasión que Jesús tuvo por ella. No sentí miedo; más bien, la compasión llenó mi pensamiento, y mi único deseo era el de ayudar a este joven.

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