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We Knew Mary Baker Eddy

Esta serie de artículos es una selección de las memorias de uno de los primeros trabajadores en el mouimiento de la Ciencia Cristiana. Estos relatos de fuentes originales que se han tomado del libro We Knew Mary Baker Eddy 1, nos dan una perspectiva de la vida de la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana durante esos años en que se estaba fundando la Iglesia de Cristo, Científico.

Una trabajadora en el Colegio Metafísico de Massachusetts

[continuación]

Del número de febrero de 1987 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Alrededor del 1.º de marzo de 1884, un médico de New Hampshire me envió a una joven a quien él había estado atendiendo, para que le diera tratamiento en la Ciencia Cristiana, ya que los médicos no la habían podido curar. A los nueve días, la joven volvió al médico en perfecto estado de salud, permaneciendo dos semanas en la casa del médico. Cuando él y los que habían conocido a esta joven vieron lo que la Ciencia Cristiana había hecho por ella, se mostraron sumamente interesados.

Aunque no tenían ninguna comprensión de la Ciencia, muchos inválidos crónicos y otros que necesitaban ayuda estaban deseosos de recibir tratamiento y me pidieron que fuera a ese lugar para ocuparme de sus casos. Cuando me invitaron por escrito, les respondí que no podía ir porque tenía muchas ocupaciones en el Colegio. Pero no quisieron aceptar una respuesta negativa, e insistieron en que fuera, hasta que, finalmente, le pregunté a la Sra. Eddy qué se podía hacer. Me respondió: “Escríbeles diciéndoles que irás por una semana”. Y así lo hice. También les manifesté que les daría una charla sobre Ciencia las dos primeras noches luego de mi llegada, siempre que consiguieran una sala para tal fin y que tuvieran el deseo de hacer algo por sí mismos suscribiéndose al The Christian Science Journal por un año. Mi objeto al hacer esto se debía a que el Journal les sería de gran ayuda una vez que yo me fuera de allí, ya que comenzaban a tomar un nuevo camino, desconocido para ellos. Además el Journal estaba en su primer año de crecimiento, y necesitaba de nuestros mejores esfuerzos para apoyarlo y aumentar su circulación. Se empezaba a percibir, en forma gradual, lo valioso que éste era, pero había que trabajar para que se evidenciara.

Me di cuenta de que estas personas estaban dispuestas a hacer lo que se les pidiese, y las dos noches que hablé en público, la sala estaba llena. Cuando terminé, la gente comenzó a aglomerarse pidiendo entrevistas para el día siguiente, y no me quedó ni un sólo minuto libre. Cuando llegó el momento, se presentaron puntualmente, comenzando por la mañana temprano, y continuando durante todo el día hasta avanzada la noche. La sala estaba llena de gente esperando; a veces tenían que aguardar hasta dos o tres horas para poder tener una entrevista.

Me alojaba en una casa [donde] una persona que había sido mi paciente [también alquilaba un cuarto]; ésta era la joven que se había curado y cuyo caso había motivado que el médico antes mencionado contemplara favorablemente este método de tratamiento. Esta joven fue muy servicial, pues recibía a las personas que venían, ocupando así todo su tiempo. Sentí mucha pena por el gran número de personas que venían de los pueblos vecinos rogándome que tomara sus casos, y yo no los podía ni siquiera recibir por falta de tiempo. Entonces, decidí enviar un telegrama a Boston pidiendo ayuda, pero no fue posible encontrar a alguien que pudiera venir. No tenía casi tiempo para comer ni dormir. Mi único deseo era el de hacer lo mejor y todo lo que pudiera por el bien de esas queridas personas durante mi corta estadía. Y Dios bendijo maravillosamente mis esfuerzos.

La Ciencia Cristiana era el único tema de conversación en el pueblo y en los trenes que iban a otros lugares. Ciertos clérigos y médicos empezaron a expresar mucho antagonismo cuando sus feligreses y sus pacientes comenzaron a regocijarse en la prueba del gran poder sanador de la Verdad, confiando en ella para su propia ayuda. En una oportunidad, un caballero cuya esposa e hija se habían beneficiado con el tratamiento, fue recibido por su pastor quien denunció muy amargamente a la Ciencia Cristiana diciendo, entre otras cosas, que ésta era la obra del diablo, a lo que el caballero respondió: “Si ésta es la obra del diablo, entonces sólo quisiera que hubiera más diablos y menos pastores”. El pastor, divertido por su pronta humorada, lo tomó con buena disposición.

Muchos que se interesaron en la Ciencia Cristiana en ese momento llegaron a ser más tarde maestros y sanadores, e iban a diferentes ciudades, ocupando posiciones de responsabilidad. Uno de ellos llegó a ser uno de los primeros Directores de La Iglesia Madre nombrado por nuestra Guía.

Permanecí en el estado de New Hampshire durante once días, regresando luego al Colegio, que era donde yo vivía. La joven regresó a su hogar, en Vermont, donde sus numerosos amigos, que sabían cuál había sido su situación y que había sido curada por la Ciencia Cristiana, fueron a verla para convencerse por sí mismos. Algunos de ellos decían que parecía un milagro. Se asombraron al verla tan fuerte y saludable. El resultado fue un llamado urgente para que yo fuera a Vermont, y fui por poco tiempo.

Les escribí diciéndoles que les daría una charla por la noche. Llegué a la hora indicada; me estaba esperando la joven y me dijo que había tantos que querían escuchar sobre Ciencia Cristiana que yo iba a hablar en una iglesia. Ella no sabía lo que eso significaba para mí. Sentí que no estaba preparada para dar un discurso ante tanta gente desde una plataforma. No había pensado en ningún tema en especial puesto que esperaba dirigirme sólo a un número de gente relativamente pequeño en una casa particular. Cuando llegamos a la iglesia y vi la sala colmada de gente, casi me faltó valor, pero, pensé: “Esta es la obra de Dios, y El se ocupará de ella”. Y ocupé mi lugar sin temor alguno, dirigiéndome al público sin ninguna dificultad. Y muchos creyeron.

Una persona que sufría de doble curvatura de columna, problemas del corazón y otras dificultades, a quien los médicos habían dado poco tiempo de vida, fue sanada instantáneamente. Al poco tiempo, esta persona recibió instrucción en clase. Desde entonces, comenzó a trabajar para la Ciencia Cristiana con gran éxito. En otro caso, un hombre que había sufrido durante mucho tiempo como consecuencia de un accidente, manifestó que había venido con la intención de oponerse a todo lo que escuchara; mas no solamente creyó, sino que fue sanado. Hubo muchos que expresaron su gratitud por lo que la Verdad había hecho por ellos.

El 8 de agosto de 1884, nuevamente tuve el gran privilegio de recibir instrucción de la Sra. Eddy, esta vez en su primera clase Normal. Y el 2 de septiembre de 1884, impartí la primera clase de la Ciencia Cristiana que fuera enseñada por un alumno de la clase Normal. Al comienzo, me resistí a la idea de hacer eso, ya que contaba sólo con las enseñanzas maravillosas y espirituales de nuestra gran Guía. Pensé que estaba muy lejos de poder lograrlo, y vacilé mucho en dar este paso. Como ella misma lo dijo, le costó mucho trabajo convencerme para que enseñara, hasta que recurrí a la Biblia en busca de una respuesta final, la que me fue dada en términos tan claros, que me vi libre de toda duda. De inmediato, comencé mi labor en la enseñanza, y continúo haciéndolo hasta la fecha.

Un día, mientras cenaba con la Sra. Eddy, sonó la campanilla de la puerta de calle. Al enterarse que una señora había venido a verla, la Sra. Eddy se levantó de la mesa y fue a recibirla. Dijo que no podía hacerla esperar. Se trataba de una doctora que ya la había venido a ver anteriormente. En esta oportunidad, venía a comunicarle que desde aquella visita había sanado de un problema crónico que los medicamentos no habían logrado curar, pero que se había liberado de ello desde el día que conoció a la Sra. Eddy.

El 5 de diciembre de 1887, [nuevamente entré en una clase de la Sra. Eddy]. Se trataba de una clase numerosa e interesante, cuyos participantes ocupaban casi todo el salón. Mientras esperábamos a nuestra maestra, algunos comenzaron a sentir que apenas podían tolerar el toque del pensamiento mortal alrededor de ellos; tal era la expectativa con que aguardaban lo que les estaba preparado gracias a la enseñanza que ella les impartiría. Cuando la Sra. Eddy entró en el salón, su rostro resplandecía con una luz celestial, que evidenciaba de antemano la iluminación espiritual que recibirían estos anhelantes alumnos a medida que la maestra les enseñara la verdad del ser. La Sra. Eddy comenzaba, según parecía, escudriñando el pensamiento de cada alumno, como quien toca las teclas de un piano para obtener el tono correcto. A cada uno en la clase le fue dirigiendo la palabra brevemente, sin omitir a nadie. Cuando se dirigió a mí, entonces comprendí que ella estaba revelando perfectamente mi actitud mental. Fue maravilloso lo que nos dio en esa clase, como lo fueron todas sus enseñanzas. Las palabras no pueden expresar el gran privilegio que constituyó estar con ella y recibir personalmente su instrucción. Repetidas veces la escuché decir: “Quienes conocen (comprenden) mi libro, me conocen a mí”.

En el año 1889, cuando nuestra maestra decidió cerrar el Colegio Metafísico de Massachusetts, cuando éste se hallaba en la cúspide de su prosperidad, hubo algunos de sus alumnos que no podían comprender la sabiduría que determinaba tal acción. Tres de ellos comenzaron a hablar sobre lo que debían hacer. Estos dijeron que en lo referente a las cosas espirituales no había ninguna duda acerca del criterio y la capacidad de nuestra maestra, pero que en asuntos de negocios ellos no esperaban que ella entendiera. Para ellos, el cerrar el Colegio cuando había tantos postulantes esperando la oportunidad de ser admitidos era cometer un gran error, y pensaron que era su deber ir a Concord y aconsejarle lo que tenía que hacer.

Por tanto, un día determinado, los tres hombres se dirigieron al número 62 de la calle North State, en Concord, donde la Sra. Eddy residía entonces, y solicitaron verla. Se les informó que la señora estaba ocupada, pero que pronto los recibiría. Cuando entró en la sala, tomó asiento, y comenzó a hablar por unos minutos con ellos, lo cual les abrió los ojos y el entendimiento. Cuando terminó, se dirigió a uno de ellos y le preguntó cuál era el motivo de la visita. Vacilando, y sin saber que responder, dijo: “Nada en especial”. Luego, se dirigió al otro y le hizo la misma pregunta, quien respondió de igual manera, que no había ninguna razón. El tercero dijo lo mismo. Cuando me lo relataron, dijeron que en ese momento hubieran deseado que se los tragara la tierra. Su falta de criterio se evidenció, y se sintieron avergonzados por esa actitud. No hay duda que “la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios” (1 Cor. 3:19).

Calvin A. Frye, secretario de la Corporación del Colegio Metafísico de Massachusetts, de la cual yo era miembro, me informó sobre una sesión especial que tendría lugar, como se lee a continuación. En tal reunión, a la cual asistí, se disolvió dicha corporación. La comunicación decía así:

62 N. State Street
Concord, N.H.
22 de octubre de 1889

Srta. J. S. Bartlett
Querida Hermana:

El martes 29 de octubre a las 11 de la mañana en la calle North State, número 62, de Concord, N. H., se llevará a cabo una reunión administrativa de la Corporación del Colegio Metafísico de Massachusetts. Debido a que se tratará un asunto de suma importancia, se requiere urgentemente su presencia.

Se solicita mantener absoluta reserva.

Nuestra maestra se sintió muy satisfecha al ver que la junta [de autoridades del Colegio] estaba totalmente de acuerdo con ella.

Cuando nuestra Guía se trasladó de Boston a Concord en 1889, lo hizo porque necesitaba revisar su libro, Ciencia y Salud, sin tener las constantes interrupciones ocasionadas por el trabajo en la sede central. También era el momento de que los alumnos no dependieran tanto del sentido de alerta y del cuidado que caracterizaba a su maestra, y que aprendieran a apoyarse más en Dios. Ella sabía que, tarde o temprano, ellos tendrían que aprender a protegerse a sí mismos, velar y y no permitir ser mal dirigidos. Sabiendo mejor que nadie lo que su partida significaría para nosotros, me dictó las siguientes líneas para que yo escribiera, mientras conversábamos antes de su viaje: “Cuando haya algún trabajo pendiente en beneficio de la Iglesia o de la Asociación y ustedes se sienten inclinados en bien del deber a dejarlo antes de finalizarlo, recuerden que es el [Magnetismo Animal Malicioso] el que sugiere estas cosas. Entonces, deténganse, consideren las consecuencias, asegúrense de que vuestra mente no sea influida ni desviada de la línea de acción que Dios indica. Y aunque vuestra Guía no esté presente para advertirlos, Dios sí lo está”. Entonces decidí que, a pesar de las necesidades que hubiera afuera, jamás dejaría mi puesto en Boston.

El 26 de mayo de 1895, la Sra. Eddy concurrió por primera vez a un culto religioso en la iglesia nueva. Llegó a la iglesia al anochecer del sábado, y pernoctó en el llamado Cuarto de la Madre. Se suponía que nadie sabía que ella estaba en Boston, con excepción de aquellos a quienes era absolutamente necesario informarles. No obstante, cuando llegó el domingo, la voz de que la Sra. Eddy estaba allí fue corriendo de uno a otro a medida que entraban en la iglesia. Todos se alegraron en silencio, con la esperanza de verla y, quizás, hasta de oírla. No hubo alboroto. Y a todos se les pidió que ocuparan sus asientos lo antes posible para despejar el vestíbulo, a lo que accedieron. Al promediar el culto, los Lectores se detuvieron, y se escucharon los acordes suaves y dulces del órgano, mientras nuestra Guía se dirigía a la plataforma por el pasillo, apoyada en el brazo de un estudiante. Al unísono la numerosa congregación se puso de pie y permaneció así hasta que la Sra. Eddy se sentó. Entonces, fue presentada como la autora de Ciencia y Salud y Pastora [Emérita] de La Iglesia Madre. Luego, la Srta. Elsie Lincoln cantó un solo. Entonces, nuestra Guía se levantó y comenzó a hablar ante una audiencia que escuchó embelesada, dispuesta a no perder ni una palabra de labios de tan inspirada oradora. Absorbimos el espíritu de sus palabras, y salimos de La Iglesia Madre conscientes de la dulce presencia de la Verdad y el Amor, comunicándonos unos a otros el maravilloso discurso que habíamos escuchado, llevándolo en nuestros corazones para meditar sobre él.

Nuestra Guía permaneció en el llamado Cuarto de la Madre hasta la hora de ir a tomar el tren de las cinco, rumbo a Concord. Se le había preparado un coche especial, y ella agradeció y disfrutó la quietud que éste le brindaba.

El 5 de junio de 1895, concurrí a la reunión anual de la Asociación del Colegio Metafísico de Massachusetts. A esta reunión concurrieron ciento ochenta personas de diferentes partes de los Estados Unidos y del Canadá. Nuestra Guía y maestra abrió la Biblia y dio instrucciones de que se leyera el Salmo sesenta y ocho para esta reunión. También nos envió un hermoso mensaje de su parte, extenso e instructivo. El mensaje fue leído dos veces. Luego regresamos a nuestros hogares sintiendo que habíamos estado en una fiesta de cosas buenas y anticipando un regocijo aún mayor, pues al día siguiente tendríamos la oportunidad de encontrarnos directamente con nuestra amada Guía.

Al día siguiente, 6 de junio, salimos temprano para Concord. Fue una mañana tormentosa, aunque luego el cielo comenzó a despejarse y el día se puso hermoso. Nuestro corto trayecto en un tren especial de seis vagones, fue muy armonioso. Todos disfrutaron silenciosamente del viaje, sintiendo el amor que la Madre prodigaba tan generosamente a sus niños. Al llegar a la casa, llamada Pleasant View, nuestra amada maestra nos estaba aguardando. Nos tomó a cada uno de la mano y nos dijo palabras afectuosas que recordamos por el amor que expresaban. A mí me dijo, sencillamente: “Bendita seas, querida Julia”.

Luego de habernos visto a todos, hizo varios comentarios generales de lo más útiles e interesantes. A continuación, se retiró a su habitación por un momento. Pronto regresó y disfrutamos unos breves momentos de canto por la Srta. Lincoln. Luego, la Sra. Eddy comenzó a prepararse para salir, permitiéndonos visitar la casa y los jardines a nuestro gusto. Al partir, despidiéndose y tirándonos un beso con la mano, dijo estas palabras: “El adiós enternece”. Regresamos a Boston en el tren especial de las cinco con el corazón lleno de amor y de gratitud hacia quien había encontrado tiempo para reunirnos junto a ella de esa manera tan afectuosa, provechosa y feliz, a pesar de sus innumerables obligaciones internacionales.

Después de haber estado yo con ella en el Colegio, era costumbre de la querida Sra. Eddy invitarme a visitarla de vez en cuando. Guardo en la memoria los dulces momentos junto a ella cuando, haciendo a un lado las preocupaciones del día, en lo que era posible, nos sentábamos a conversar libremente de las cosas que tanto nos interesaban. Ella expresaba tanto afecto y tenía mucho interés por mi bienestar y felicidad. Su conversación afectuosa y provechosa me elevaba, y era un gozo estar con ella.

Siempre prestaba atención a los pequeños detalles. Jamás dejaba de observar y apreciar toda acción amable o pensamiento afectuoso, los cuales servían para iluminar su camino. Un ramo de rosas que yo le obsequiara, era suficiente para que ella lo viera como un acto de bondad y quizás me lo agradecía unas dos o tres veces, aunque ella tenía flores en abundancia de su propio jardín. Siempre me pareció que yo no hacía lo suficiente por ella, considerando lo que ella hacía por mí y por toda la humanidad.

La última vez que me invitó a pasar un momento con ella como acostumbrábamos, fue interrumpida tantas veces que percibí lo difícil que le resultaba sustraerse a su trabajo. Me dijo que había deseado pasar un rato tranquila conmigo ese día. Nos sentamos a la mesa para cenar, y disfrutamos mucho de su conversación, mientras los otros estudiantes se expresaban con toda libertad. Uno de ellos, hablando de un conocido quien llevaba una buena vida, dijo: “Eso es cristianismo anticuado”. Ella lo corrigió diciendo: “Eso es cristianismo”. En otro momento, hablando de la quimicalización, sobre cómo el mal se empeora al ser destruido, yo dije: “Me supongo que eso es inevitable”. Su rostro se iluminó al sonreír y dijo: “Desde tu punto de vista, sí, pero en realidad, no”. Luego, comenzó a hablar del asunto de una manera como jamás la había oído hablar antes, explicando tan claramente el todo de Dios y la nada del mal.

Le dije a la Sra. Eddy que siempre había disfrutado y apreciado mis visitas con ella, pero que percibía que no podía ocupar más su tiempo agregando así otras obligaciones a todo lo que ella tenía que hacer, y que si ella no me invitaba en lo sucesivo, yo comprendería. Pero que vendría en seguida si ella necesitaba que le prestara algún servicio. Le dije: “Yo la quiero, y sé que usted me quiere a mí también, pero no tengo que verla personalmente para saberlo”. Cuando vi la hermosa expresión de su rostro y escuché lo que dijo, percibí lo que eso había significado para ella, y me sentí contenta.

Nunca más me invitó a verla como lo habíamos hecho anteriormente. Solamente fui cuando pude ser de alguna ayuda para ella o para la Causa.

La última vez que vi a nuestra querida Guía fue poco antes que ella desapareciera para los sentidos personales. Ese recuerdo es muy querido y muy sagrado para mí. Ella expresó una enorme ternura y afecto, como nunca lo había hecho antes. Por mi parte quise ser para ella todo lo que yo debía ser y poder hacer más por ella, y le dije: “Usted sabe que yo la quiero mucho, ¿no?” Me respondió: “Lo sé. Sí, lo sé muy bien”.

No pensé que iba a ser la última vez que la vería aunque nunca sentí que nuestra querida Guía se alejaba de nosotros, pues nos había enseñado a ver lo real, no en su personalidad, sino en la idea espiritual, de la cual no hay separación. Y es así como me agrada pensar en ella. Y así continúo esforzándome por seguir sus enseñanzas.

Esta serie continuará.

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