La felicidad como condición de agradable placer que depende de definiciones personales y variables, es muy prominente en el pensamiento humano hoy en día. Mucha gente estaría de acuerdo en que tal felicidad es de naturaleza un poco efímera, que se asemeja a la “niebla de la mañana” y “el rocío de la madrugada” que pronto se desvanecen, como nos dice el profeta Oseas. Oseas 13:3. Pero todavía es más o menos febrilmente buscada.
La Sra. Eddy nos advierte contra el deseo de la egoísta búsqueda de placeres en estas palabras sabias: “El Alma tiene recursos infinitos con que bendecir a la humanidad, y alcanzaríamos la felicidad más fácilmente y la conservaríamos con mayor seguridad si la buscásemos en el Alma. Sólo los goces más elevados pueden satisfacer los anhelos del hombre inmortal. No podemos circunscribir la felicidad dentro de los límites del sentido personal. Los sentidos no proporcionan goces verdaderos”.Ciencia y Salud, págs. 60–61.
En su sentido más elevado, la felicidad es un estado de consciencia espiritual. A menos que lo que llamamos felicidad descanse en esta base, no puede ser experimentada confiadamente en la vida diaria. Proporcionalmente a nuestra habilidad para considerar la felicidad sobre bases espirituales, empezaremos a reconocer lo que realmente promueve la felicidad permanente, y, a la inversa, lo que es meramente una quimera, un objeto engañoso de deseo que puede seducir a su perseguidor a entrar en los brumosos pantanos de la frustración y la miseria.
Los placeres mundanos finalmente terminan, pero la felicidad espiritual es eterna. El gozo que está basado sobre el Espíritu, no puede ser tocado por influencias externas. Quien acepte las sugerencias insidiosas y pecaminosas de los sentidos físicos — tales como la falsa ambición, la rivalidad personal, la codicia o la obstinación — sin embargo, tiene que abandonar la mortalidad misma para estar completamente libre de su influencia.
La tendencia humana es considerar el pecado sólo en sus formas más obvias de delincuencia moral: el odio, el asesinato, el adulterio, y así por el estilo. Pero el estado latente del pecado engañaría y descarriaría, si pudiera, a quien desea ser seguidor de Cristo Jesús. Una de las tentaciones del pecado es la fascinación por las cosas del mundo, como fama, popularidad y riqueza.
Después que las dos primeras tentaciones fueron presentadas a nuestro Maestro, Cristo Jesús, en su experiencia en el desierto y fueron sumariamente rechazadas, el abogado de la mundanalidad expuso la proposición más atractiva y, por lo general, más exitosa. El Evangelio según San Mateo relata: “Le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: Todo esto te daré, si postrado me adorares”.
El concepto común de la gloria mundana es que ésta contiene la llave de toda felicidad. De hecho, tan fuerte es esta creencia, que la gente, con frecuencia, ora a Dios para lograrla. ¿Acaso no es sumamente significativo que este relato bíblico claramente define las glorias y las riquezas del mundo como las posesiones del diablo y, por lo tanto, a disposición del diablo?
Jesús instantáneamente rechazó la proposición: “Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás”. Mateo 4:8–10. El Maestro sabía que no se podía comprar la felicidad con la gloria mundana. La felicidad jamás estaba a disposición de la materia, o de los sentidos personales, sino que dependía de ser bueno y hacer el bien mediante su constante demostración y revelación del Cristo, la Verdad.
Si le pedimos a Dios en oración para que se cumplan nuestros anhelos esencialmente materiales y personales, creyendo que su logro hará feliz nuestra existencia, esas oraciones serán en vano. El Amor divino, la única fuente de satisfacción, sólo conoce el amor desinteresado e inextinguible. Mediante el Amor vienen las cosas verdaderamente satisfactorias del Espíritu.
Contrariamente a lo que ocasionalmente se dice, las cosas materiales, en cualquier forma que se presenten, no son demostraciones espirituales. La respuesta a nuestras necesidades humanas es el fruto de nuestras demostraciones de que la Vida es Dios, de que la salud es puramente espiritual, de que la provisión es la eterna sustancia de la Verdad, y ciertamente de que la felicidad está muy separada de los sentidos personales, ni aumentada ni disminuida por los logros o posesiones materiales. Por lo que oramos y por lo que expresamos gratitud revelan el punto de vista de nuestro pensamiento, ya sea inmaturo o cristianamente científico.
En grado mayor o menor, todos tenemos dentro de nosotros la luz del Cristo, que “alumbra a todo hombre, [que viene] a este mundo”, Juan 1:9. como el Apóstol Juan lo expresó. Lo que se haga para avivar esa luz en grandeza mediante el aumento de cualidades cristianas o para extinguirla mediante normas y prácticas mundanas, depende de cada individuo y determina lo mucho o lo poco de felicidad que le pertenece. Y la felicidad es suya, si la desea espiritualmente y la busca desinteresadamente.
Hoy en día, los Científicos Cristianos sinceros tienen una tarea grande e importante al encarar la necesidad de liberar el concepto individual y colectivo de felicidad, del materialismo que lo ha contaminado. La felicidad debe reconocerse como una cualidad espiritual, que se demuestra mediante el aumento de cualidades que manifiestan al Cristo. Este estado verdaderamente beatífico sólo se obtiene mediante la comunión consciente con Dios, la fuente divina de toda felicidad.
De una manera muy exacta describe la Sra. Eddy lo que es y lo que no es la felicidad. Escribe: “El orgullo de la posición o del poder es el príncipe de este mundo que nada tiene en Cristo. Todo poder y toda felicidad son espirituales, y provienen de la bondad”.Escritos Misceláneos, pág. 155.