Estaba preocupada por mi hijo adolescente. Su conducta era todo menos normal. Muy a menudo se veía lleno de ansiedad y propenso a accesos de llanto o arrebatos de cólera. Sus profesores tenían dificultades con él, y en casa siempre causaba conflictos.
Tratando de ayudarlo, hablé con él muchas veces, pero llegué a la conclusión de que era imposible razonar con él. Cuando le preguntaba cuál era el problema, su respuesta siempre era “no lo sé”. Cuando le sugerí que orase, me replicó con maldad: “¡No creo en Dios!” Varias veces, en medio de la ira o la desesperación hablaba de suicidio.
Como estudiante de Ciencia Cristiana, durante todo este difícil período me dediqué a orar. Por momentos, me sentía agotada, física y espiritualmente. En esas ocasiones me ayudó un practicista de la Ciencia Cristiana, y, como resultado, me sentí muy fortalecida. Después de algún tiempo, mi esposo, que no es Científico Cristiano, dispuso que a nuestro hijo lo atendiera un psicólogo. Aunque mi hijo no había elegido esa clase de tratamiento (él sentía que no necesitaba ninguna ayuda), participó por algunos meses en esas sesiones. Hubo ocasiones en que se notó una mejoría; pero fueron seguidas de nuevos trastornos. Entonces las sesiones terminaron.
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