Cuando estaba en cuarto grado me encantaba jugar al béisbol con los muchachos. En el callejón donde jugábamos, no teníamos tierra donde marcar las bases, así que usábamos cualquier cosa que pudiéramos sacar de las pilas de desperdicios que había en los alrededores. Ese día usamos unas maderas, aunque tenían algunos clavos en los bordes. Cuando me tocó el turno de batear, le pegué a la pelota y corrí hacia la primera base. Llegué allí muy bien, pero resbalé y caí encima de una de las maderas que tenía un clavo hacia arriba. El resultado fue un agujero en una mano, entre el segundo y el tercer dedo.
Corrí a mi casa a buscar a la señora que estaba cuidándome. Ella tuvo temor y quiso llevarme a un hospital. Mis padres me habían permitido asistir a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Por lo que estaba aprendiendo, sentí que Dios podía cuidarme. No dejé que la señora hiciera nada; sólo que lavara la herida.
Cuando mis padres llegaron a casa, tenían prisa porque íbamos a salir de vacaciones. Esa misma tarde debíamos viajar en tren a otra ciudad. La señora y yo olvidamos mencionar el "agujero".
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